El perro se ha ido. Lo echamos de menos. Cuando suena el timbre, nadie ladra. Cuando volvemos tarde a casa, no hay nadie esperándonos. Seguimos encontrándonos pelos blancos aquí y allí por toda la casa y en nuestra ropa. Los recogemos. Deberíamos tirarlos. Pero es lo único que nos queda de él. No los tiramos. Tenemos la esperanza de que si recogemos suficiente pelo, seremos capaces de recomponer al perro.
De Prometeo nos hablan cuatro leyendas. Según la primera, por haber revelado a los hombres secretos de los dioses, fue encadenado en el Cáucaso, y los dioses enviaban águilas que le devoraban el hígado, que siempre volvía a crecer.
De acuerdo con la segunda, por el dolor que le producían los demoledores picotazos, se fue apretando contra la roca y penetrándola cada vez más, hasta hacerse uno con ella.
Según la tercera, en el transcurso de los milenios su traición fue olvidada; los dioses olvidaron, olvidaron las águilas, y hasta él mismo olvidó.
Según la cuarta, todos se cansaron de esa sinrazón. Los dioses se cansaron; se cansaron las águilas; la herida, cansada, se cerró.
Quedó la inexplicable cadena de montañas rocosas… La leyenda trata de explicar lo inexplicable. Dado que proviene de un fundamento de verdad, tiene necesariamente que terminar en lo inexplicable.