
Hoy se me ha roto una zapatilla de andar por casa.
No ha sido intencionado. Estaba emulando a Pirsig y aprendiendo a reparar mi bicicleta y al levantarme, rass... El pie se ha ido con la parte de arriba, y la suela y parte del fieltro por otro lado.
Empieza a hacer calor para llevar pantuflas, y estaban ya gastadas del uso diario. No las arreglaré. Estamos en una sociedad donde sale más barato comprar que reparar, y por tan poco no voy a aprender también el oficio de zapatero.
Así que toca tirarlas. Las dos, la que está aún bien tras la rota, que está mal visto llevar calcetines de distinto par, y peor aún el calzado. Pero este acto tan tonto, en una mañana en que iba a subir a una gran superficie comercial - una vez o dos veces al año- me ha retrotraído a cuando hace un año y medio los dos subimos a esa gran superficie, y entre otras cosas compramos estas zapatillas.
Digo los dos porque aunque pareja, tampoco estuvimos tan unidos que fuéramos uno, como mucho un solo barco a punto siempre de naufragar entre tormentas y desacuerdos. Un solo bando algunas veces y un único sueño compartido en las reconciliaciones.
De todo un año de vida, de complicaciones, caricias y heridas me quedaba ahora, casi un año después de la ruptura, unas zapatillas.
Zapatillas que he tirado a la papelera de mi cuarto. Habitación al que me mudé al poco de conocerte, y que es una sola de las muchas cosas que sin ser tuyas, aparecieron en mi vida porque existías.
Fuiste muros que superar, galerna contra la que luchar, enemiga íntima. También maestra, escuela de lo bueno y malo, de lo que quiero y lo que no. Y mientras todo eso ocurría, tuvimos momentos que no se han de olvidar.
No volveré a comprarme unas zapatillas como estas, ni volveré a desear que volvamos. Pero en este momento en que tiro unas zapatillas viejas, la vida se me antoja un lugar más extraño, más triste y hermoso.