El perro se ha ido. Lo echamos de menos. Cuando suena el timbre, nadie ladra. Cuando volvemos tarde a casa, no hay nadie esperándonos. Seguimos encontrándonos pelos blancos aquí y allí por toda la casa y en nuestra ropa. Los recogemos. Deberíamos tirarlos. Pero es lo único que nos queda de él. No los tiramos. Tenemos la esperanza de que si recogemos suficiente pelo, seremos capaces de recomponer al perro.
De Prometeo nos hablan cuatro leyendas. Según la primera, por haber revelado a los hombres secretos de los dioses, fue encadenado en el Cáucaso, y los dioses enviaban águilas que le devoraban el hígado, que siempre volvía a crecer.
De acuerdo con la segunda, por el dolor que le producían los demoledores picotazos, se fue apretando contra la roca y penetrándola cada vez más, hasta hacerse uno con ella.
Según la tercera, en el transcurso de los milenios su traición fue olvidada; los dioses olvidaron, olvidaron las águilas, y hasta él mismo olvidó.
Según la cuarta, todos se cansaron de esa sinrazón. Los dioses se cansaron; se cansaron las águilas; la herida, cansada, se cerró.
Quedó la inexplicable cadena de montañas rocosas… La leyenda trata de explicar lo inexplicable. Dado que proviene de un fundamento de verdad, tiene necesariamente que terminar en lo inexplicable.
Cuando la compré por internet, la publicidad me vendió su capacidad de adaptarse a mi cuerpo: cuanto más la usara, mejor dormiría. Tenía cien días para probarla antes de que pudiera devolverla si no me gustaba.
La primera noche me levanté y fresco como una rosa no recordé nada. La noche siguiente fue incluso mejor, sentí que la cama me invitaba a refugiarme de nuevo en el útero de mi madre como un canguro. Una decena de noches más tarde veía a mi madre al lado del doctor observándome en la pantalla de una ecografía. Era tan agradable que me costaba mucho despertar y todo el día esperaba ansioso poder volver a la cama.
Cien días después de mi compra, el teléfono sonó en mi habitación. Mi padre y mi madre, que habían pasado una noche maravillosa en mi cama, no contestaron.
-La mejor respuesta a un poquer de ases es dejar el dinero del pozo, coger un taxi y marcharse de la mesa. No tiene sentido enfrentarse a gente con tanta suerte o tanta maña con las trampas.
Y si crees que vas a sacar una escalera de color? Preguntó un tipo imberbe al duro detective. Este levantó los ojos deliveradamente del vaso, como si su interlocutor fuera tan pequeño que hiciera falta levantar la vista. No era un insulto. John Stone era bastante miope.
-No hay escaleras de color, y si algun dia te crees que vas a hacer alguna eres tan ingenuo- y esto sono como un insulto especialmente denigrante- como el que cree que existen las rubias auténticas. Y te vendrá bien aprender la lección. Si señor...
La impaciencia y el respeto pugnaban en el joven periodista. No era poco conseguir una entrevista con uno de esos duros detectives que siempre habia admirado. De hecho, no con cualquiera, sino con Stone, que era más duro que Hammer, mas afilado que Spade y bebia más que ese del sueño eterno. Respecto a lo de beber, la sorpresa estaba pasando a la alarma.
El detective, enfundado en la pertinente gabardina, repelente de la lluvia, el whiskey y las rubias por ese orden, parecia empeñado en superar cualquier apuesta sobre supervivencia o consumo de bebidas espirituosas. La botella de Canadian Club sobre la mesa habia fallecido en la última media hora, y ahora el sabueso buscaba con una mano torpe entre las profundidades de la gabardina. Si era una pistola, no temeria nada, pues no parecia capaz de apuntar ni al suelo, pero temia que encender un cigarrillo o sacar una petaca acabarian la entrevista en una ambulancia.
-Mira lo que te digo...-Miró y no vio nada, igual que el detective- Mira bien lo que te digo... novato. Una mano dio una sacudida, como un anzuelo mordido por un pez, y en un instante sacó un petaca abollada. Luego la mano subió hacia la boca con determinación.
-Mira lo que te digo... no existen las rubias autenticas, ni los casos sencillos ni los mayordomos inocentes. El mundo es un culo sucio y yo soy el encargado de limpiarlo, de sacar la basura y aun engañarme para creer que es posible hacer de el un lugar mejor. Pero es mentira, - y aquí echo un chorrito de whiskey en la dirección general de la boca, derramandolo por la gabardina- y tengo que ir hablando con todos los sospechosos, ponerme borde con ellos, coger a los tios de las solapas, y mirarlas a ellas a los ojos bien profundo, a ver si se adivina de que color llevan las bragas. Y te juro que las llevan todas negras. Negras, es un mundo muy muy oscuro, te lo tengo que jurar.
El detective rompió a llorar. Se le caian las lágrimas a pares, arrastrando las manchas de whiskey, los restos de carbonilla de los cigarrillos e incluso el gesto imperturbable de duro. Si quedaba algo ahora era un hombre que hubiese hecho mejor en prejubilarse mientras alguien esto dispuesto a asegurarlo, borracho, desmoralizado y que por un instante se da cuenta de que es un gilipollas. Que todos somos unos gilipollas, pero resulta que el también lo es. Mierda.
La entrevista dificilmente iba a terminar así. Pero tampoco es que hubiera empezado muy bien. Joven periodista de sucesos, casi sin experiencia, comete el error de principiante de invitar a un detective, experto en beberse el agua de los floreros, y tiene suerte en descubrir el nudo gordiano de la experiencia detectivesca, una lucidez solo relativa, ver como funciona el mundo, y al tiempo negarse a formar parte de el. Una estupidez selectiva que le suele llevar al final del caso, sin el dinero ofrecido por los malos, sin llevarse a la cama generalmente a alguna de las tipas que se tropieza por el camino y con una determinación de boquilla aún mayor por hacerse un plan de jubilaciones. Luego se beberá los beneficios para poder seguir en la cuerda floja y no cambiarse a otra profesión más sensata o sacar tajada de este mundo infecto, como hace todo el que le rodea.
Hasta la ingenuidad de un periodista reciente tiene sus límites. Llama dos taxis, uno para el y otro para la gloria novelada. Tiene cojones la cosa, concluye. Tiene cojones. Sube con la ayuda de un parroquiano al detective al primer taxi. Le da igual a donde lo lleve, aunque imagina a una oficina con cristal esmerilado, el nombre escrito en letras negras y un cajón del escritorio guardando otra botella de malta para continuar suicidándose. A nuestro protagonista le espera otra tarea más urgente. Hacer una fogata con todos los libros de detectives que tiene en su cuarto, y empezar a buscarse un trabajo de verdad. En otra ciudad.
Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era su marido.
—¡Ayyy! —gritó ella—, ¡pero si vos estás muerto!
El sonrió, entró y cerró la puerta. Se la llevó al dormitorio mientras ella seguía gritando, la puso en la cama, le sacó la ropa e hicieron el amor. Una vez. Dos veces. Tres. Una semana entera, mañana, tarde y noche haciendo el amor divina, maravillosa, estupendamente.
Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era la vecina.
—¡Ayyy! —gritó la vecina—, ¡pero si vos estás muerta! —y se desmayó.
Ella se dio cuenta de que hacía una semana que no se levantaba de la cama para nada, ni para comer, ni para ir al baño. Se dio vuelta y allí estaba su marido, en la puerta del dormitorio:
Se mira en un trozo de espejo que los enanos tienen colgado en el cuartucho. Está flaca, ojerosa.
—Exceso de trabajo —murmura para sí con rabia.
En la foto del periódico, su madre, espléndida: el dinero de la corona paga las cirugías que mantienen esa juventud ficticia que ella ahora observa mientras siente que se ahoga en un agua helada, viscosa.
No perderá sus mejores años escondida en un bosque trabajando como criada para siete avaros.
—Inoculá tu veneno en esta manzana —ordena. La serpiente obedece, no se arriesga a sufrir las consecuencias terribles que podría acarrearle otro problema con una mujer.
Coloca el fruto envenenado en una canastilla y acude a palacio.
No tengas miedo, volará, heredó nuestros genes, dice el artista del trapecio. Y desde el punto más alto lanza a su hija, un bebé todavía, por el aire, hacia los brazos de la madre, aterrada e infiel. No debería temer: por las artes de su verdadero padre, el mago, la niña realmente vuela. O les hace creer que vuela.
«A pesar de lo que digan, la idea de un cielo habitado por Caballos y presidido por un Dios con figura equina repugna al buen gusto y a la lógica más elemental, razonaba los otros días el caballo.
Todo el mundo sabe -continuaba en su razonamiento- que si los Caballos fuéramos capaces de imaginar a Dios lo imaginaríamos en forma de Jinete.»
Al cabo de tres jornadas, andando hacia el mediodía, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y sobrevolada por cometas. Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata, ónix crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se cocina sobre la llama de leña de cerezo estacionada y se espolvorea con mucho orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces -así cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos uno por uno, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo circundan. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañadora: si durante ocho horas al día trabajas como tallador de ágatas ónices crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas por toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo.
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pase de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con el infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.
Este es el único hit de un artista desconocido que dejó 2 discos en spotify con poquísimas reproducciones y una canción en particular que lleva 8 nillones de escuchas.
"A trip to the moon" de Aiolos Rue. Un tema extraño, agradable e inconcreto a medio camino entre la electrónica más suave y onírica de Air, y la new age que se escuchaba hace unas décadas.
Lo tengo en mi lista de favoritos desde hace tiempo, pero al buscarlo hoy en spotify lo he encontrado añadido en una lista de música para leer, en otra de psicologia y una tercera titulada cólicos menstruales. Hoy me apetecia escribir aquí, pero no se porqué, no tengo ninguna gran idea ni revelación que compartir. Podria argumentar sobre la necesidad de estructurar y clasificar a personas y productos en el mundo moderno pero tampoco hace falta. Escucha si tienes tiempo la música del vídeo. Me pregunto que puede sugerir en cada uno de las personas que lo escuchen.
Lo decian los Mogway en "Kids will be skeletons", todo es temporal. Algún día de esos niños que vemos jugar solo quedarán los huesos. Nuestras casas serán habitadas por otras personas o ya no existirán.
Nada es permanente, y hasta la memoria, los continentes y los astros tienen su ciclo de renovación. Así que todo es eventual.
Lo que es se irá y tras firar los cielos mil o mil millones de veces, puede que incluso vuelva y se termine marchando de nuevo. Lo complicado es desde nuestra vista de minuto a minuto, de nuestro universo que nació al empezar nuestra memoria y nos parece casi infnito, hacrse a la idea de que algún dia no estaremos, o que lo que recordamos perfectamente, ya no existe, independientemente de nuestra memoria.
Así que no he vuelto, porque no puedo volver, ya que no soy la persona que dejó de escribir en este blog, porque casi todos las células de mi cuerpo se han renovado por otras distintas y muchos de los átomos que las componian son ahora arboles, peces o viento.
Y este blog no es lo que era, con lectores interesados, con búsquedas por internet que llevaban a nuevos lectores a desubrir lo que aquí estaba plantado y que dejaban un comentario haciendome pensar que la tierra no es un lugar frio y sin vida.
Estamos en un mundo post-blog, sin tiempo para leer, solo 6 segundos para un tiktok o 1 minuto para una noticia generada por IA. Así que no hay donde volver.
Pero eso no me importa. No me importa. Porque esto no fue nunca de los lectores, por mucho que me emocionara leerlos a su vez. No fue por compartir escritores, sueños, miedos, camciones o ideas. Lo siento.
Todo esto fue por la necesidad de un vacio en el que arrojar la confusión de mi mente y sacar de vuelta algún sentido. De un espejo que me devolviera lo que necesitaba pensar o creer. Y así al contar cuentos los sacaba de mis miedos y sueños, y al animar a los lectores a meditar o a no tener miedo se lo contaba al niño que está escondido en mí.
Así que todo es eventual. Y realmente no he vuelto.
Entonces, solo ocurre que se han vuelto a juntar la vieja magia, la noche, la memoria, un libro apenas recordado, un espacio vacio.
Yo no soy el que era, ni este sitio no es lo que fué. Y tiene que estar bien porque no hay remedio.
Y no se que va a pasar, pero como decia un grafitti vikingo del siglo XII hallado en la catedral de Santa Sofia, Yo he pasado por aquí.
Otra noche estoy en el trabajo, y una vez apartada y guardada la rutina me he puesto a divagar, a tirar de los hilos deshilachados de la memoria y el sueño.
Y entre ellos brilla como el oro el nombre de Lord Dunsany, uno de mis autores favoritos y de cuyos relatos aprendió a soñar Lovecraft con el infinito.
Tirando del hilo ha surgido un libro que no se si perdí en alguna mudanza o en algún incendio personal. El libro ya solo existe en manos de libreros de viejo, a precios elevados y escasos ejemplares. Pero aunque los libros ya no estén, están las palabras, por si alguien deseara leerlas...