-La mejor respuesta a un poquer de ases es dejar el dinero del pozo, coger un taxi y marcharse de la mesa. No tiene sentido enfrentarse a gente con tanta suerte o tanta maña con las trampas.
Y si crees que vas a sacar una escalera de color? Preguntó un tipo imberbe al duro detective. Este levantó los ojos deliveradamente del vaso, como si su interlocutor fuera tan pequeño que hiciera falta levantar la vista. No era un insulto. John Stone era bastante miope.
-No hay escaleras de color, y si algun dia te crees que vas a hacer alguna eres tan ingenuo- y esto sono como un insulto especialmente denigrante- como el que cree que existen las rubias auténticas. Y te vendrá bien aprender la lección. Si señor...
La impaciencia y el respeto pugnaban en el joven periodista. No era poco conseguir una entrevista con uno de esos duros detectives que siempre habia admirado. De hecho, no con cualquiera, sino con Stone, que era más duro que Hammer, mas afilado que Spade y bebia más que ese del sueño eterno. Respecto a lo de beber, la sorpresa estaba pasando a la alarma.
El detective, enfundado en la pertinente gabardina, repelente de la lluvia, el whiskey y las rubias por ese orden, parecia empeñado en superar cualquier apuesta sobre supervivencia o consumo de bebidas espirituosas. La botella de Canadian Club sobre la mesa habia fallecido en la última media hora, y ahora el sabueso buscaba con una mano torpe entre las profundidades de la gabardina. Si era una pistola, no temeria nada, pues no parecia capaz de apuntar ni al suelo, pero temia que encender un cigarrillo o sacar una petaca acabarian la entrevista en una ambulancia.
-Mira lo que te digo...-Miró y no vio nada, igual que el detective- Mira bien lo que te digo... novato. Una mano dio una sacudida, como un anzuelo mordido por un pez, y en un instante sacó un petaca abollada. Luego la mano subió hacia la boca con determinación.
-Mira lo que te digo... no existen las rubias autenticas, ni los casos sencillos ni los mayordomos inocentes. El mundo es un culo sucio y yo soy el encargado de limpiarlo, de sacar la basura y aun engañarme para creer que es posible hacer de el un lugar mejor. Pero es mentira, - y aquí echo un chorrito de whiskey en la dirección general de la boca, derramandolo por la gabardina- y tengo que ir hablando con todos los sospechosos, ponerme borde con ellos, coger a los tios de las solapas, y mirarlas a ellas a los ojos bien profundo, a ver si se adivina de que color llevan las bragas. Y te juro que las llevan todas negras. Negras, es un mundo muy muy oscuro, te lo tengo que jurar.
El detective rompió a llorar. Se le caian las lágrimas a pares, arrastrando las manchas de whiskey, los restos de carbonilla de los cigarrillos e incluso el gesto imperturbable de duro. Si quedaba algo ahora era un hombre que hubiese hecho mejor en prejubilarse mientras alguien esto dispuesto a asegurarlo, borracho, desmoralizado y que por un instante se da cuenta de que es un gilipollas. Que todos somos unos gilipollas, pero resulta que el también lo es. Mierda.
La entrevista dificilmente iba a terminar así. Pero tampoco es que hubiera empezado muy bien. Joven periodista de sucesos, casi sin experiencia, comete el error de principiante de invitar a un detective, experto en beberse el agua de los floreros, y tiene suerte en descubrir el nudo gordiano de la experiencia detectivesca, una lucidez solo relativa, ver como funciona el mundo, y al tiempo negarse a formar parte de el. Una estupidez selectiva que le suele llevar al final del caso, sin el dinero ofrecido por los malos, sin llevarse a la cama generalmente a alguna de las tipas que se tropieza por el camino y con una determinación de boquilla aún mayor por hacerse un plan de jubilaciones. Luego se beberá los beneficios para poder seguir en la cuerda floja y no cambiarse a otra profesión más sensata o sacar tajada de este mundo infecto, como hace todo el que le rodea.
Hasta la ingenuidad de un periodista reciente tiene sus límites. Llama dos taxis, uno para el y otro para la gloria novelada. Tiene cojones la cosa, concluye. Tiene cojones. Sube con la ayuda de un parroquiano al detective al primer taxi. Le da igual a donde lo lleve, aunque imagina a una oficina con cristal esmerilado, el nombre escrito en letras negras y un cajón del escritorio guardando otra botella de malta para continuar suicidándose. A nuestro protagonista le espera otra tarea más urgente. Hacer una fogata con todos los libros de detectives que tiene en su cuarto, y empezar a buscarse un trabajo de verdad. En otra ciudad.
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