Cuando la compré por internet, la publicidad me vendió su capacidad de adaptarse a mi cuerpo: cuanto más la usara, mejor dormiría. Tenía cien días para probarla antes de que pudiera devolverla si no me gustaba.
La primera noche me levanté y fresco como una rosa no recordé nada. La noche siguiente fue incluso mejor, sentí que la cama me invitaba a refugiarme de nuevo en el útero de mi madre como un canguro. Una decena de noches más tarde veía a mi madre al lado del doctor observándome en la pantalla de una ecografía. Era tan agradable que me costaba mucho despertar y todo el día esperaba ansioso poder volver a la cama.
Cien días después de mi compra, el teléfono sonó en mi habitación. Mi padre y mi madre, que habían pasado una noche maravillosa en mi cama, no contestaron.
-La mejor respuesta a un poquer de ases es dejar el dinero del pozo, coger un taxi y marcharse de la mesa. No tiene sentido enfrentarse a gente con tanta suerte o tanta maña con las trampas.
Y si crees que vas a sacar una escalera de color? Preguntó un tipo imberbe al duro detective. Este levantó los ojos deliveradamente del vaso, como si su interlocutor fuera tan pequeño que hiciera falta levantar la vista. No era un insulto. John Stone era bastante miope.
-No hay escaleras de color, y si algun dia te crees que vas a hacer alguna eres tan ingenuo- y esto sono como un insulto especialmente denigrante- como el que cree que existen las rubias auténticas. Y te vendrá bien aprender la lección. Si señor...
La impaciencia y el respeto pugnaban en el joven periodista. No era poco conseguir una entrevista con uno de esos duros detectives que siempre habia admirado. De hecho, no con cualquiera, sino con Stone, que era más duro que Hammer, mas afilado que Spade y bebia más que ese del sueño eterno. Respecto a lo de beber, la sorpresa estaba pasando a la alarma.
El detective, enfundado en la pertinente gabardina, repelente de la lluvia, el whiskey y las rubias por ese orden, parecia empeñado en superar cualquier apuesta sobre supervivencia o consumo de bebidas espirituosas. La botella de Canadian Club sobre la mesa habia fallecido en la última media hora, y ahora el sabueso buscaba con una mano torpe entre las profundidades de la gabardina. Si era una pistola, no temeria nada, pues no parecia capaz de apuntar ni al suelo, pero temia que encender un cigarrillo o sacar una petaca acabarian la entrevista en una ambulancia.
-Mira lo que te digo...-Miró y no vio nada, igual que el detective- Mira bien lo que te digo... novato. Una mano dio una sacudida, como un anzuelo mordido por un pez, y en un instante sacó un petaca abollada. Luego la mano subió hacia la boca con determinación.
-Mira lo que te digo... no existen las rubias autenticas, ni los casos sencillos ni los mayordomos inocentes. El mundo es un culo sucio y yo soy el encargado de limpiarlo, de sacar la basura y aun engañarme para creer que es posible hacer de el un lugar mejor. Pero es mentira, - y aquí echo un chorrito de whiskey en la dirección general de la boca, derramandolo por la gabardina- y tengo que ir hablando con todos los sospechosos, ponerme borde con ellos, coger a los tios de las solapas, y mirarlas a ellas a los ojos bien profundo, a ver si se adivina de que color llevan las bragas. Y te juro que las llevan todas negras. Negras, es un mundo muy muy oscuro, te lo tengo que jurar.
El detective rompió a llorar. Se le caian las lágrimas a pares, arrastrando las manchas de whiskey, los restos de carbonilla de los cigarrillos e incluso el gesto imperturbable de duro. Si quedaba algo ahora era un hombre que hubiese hecho mejor en prejubilarse mientras alguien esto dispuesto a asegurarlo, borracho, desmoralizado y que por un instante se da cuenta de que es un gilipollas. Que todos somos unos gilipollas, pero resulta que el también lo es. Mierda.
La entrevista dificilmente iba a terminar así. Pero tampoco es que hubiera empezado muy bien. Joven periodista de sucesos, casi sin experiencia, comete el error de principiante de invitar a un detective, experto en beberse el agua de los floreros, y tiene suerte en descubrir el nudo gordiano de la experiencia detectivesca, una lucidez solo relativa, ver como funciona el mundo, y al tiempo negarse a formar parte de el. Una estupidez selectiva que le suele llevar al final del caso, sin el dinero ofrecido por los malos, sin llevarse a la cama generalmente a alguna de las tipas que se tropieza por el camino y con una determinación de boquilla aún mayor por hacerse un plan de jubilaciones. Luego se beberá los beneficios para poder seguir en la cuerda floja y no cambiarse a otra profesión más sensata o sacar tajada de este mundo infecto, como hace todo el que le rodea.
Hasta la ingenuidad de un periodista reciente tiene sus límites. Llama dos taxis, uno para el y otro para la gloria novelada. Tiene cojones la cosa, concluye. Tiene cojones. Sube con la ayuda de un parroquiano al detective al primer taxi. Le da igual a donde lo lleve, aunque imagina a una oficina con cristal esmerilado, el nombre escrito en letras negras y un cajón del escritorio guardando otra botella de malta para continuar suicidándose. A nuestro protagonista le espera otra tarea más urgente. Hacer una fogata con todos los libros de detectives que tiene en su cuarto, y empezar a buscarse un trabajo de verdad. En otra ciudad.
Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era su marido.
—¡Ayyy! —gritó ella—, ¡pero si vos estás muerto!
El sonrió, entró y cerró la puerta. Se la llevó al dormitorio mientras ella seguía gritando, la puso en la cama, le sacó la ropa e hicieron el amor. Una vez. Dos veces. Tres. Una semana entera, mañana, tarde y noche haciendo el amor divina, maravillosa, estupendamente.
Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era la vecina.
—¡Ayyy! —gritó la vecina—, ¡pero si vos estás muerta! —y se desmayó.
Ella se dio cuenta de que hacía una semana que no se levantaba de la cama para nada, ni para comer, ni para ir al baño. Se dio vuelta y allí estaba su marido, en la puerta del dormitorio:
Se mira en un trozo de espejo que los enanos tienen colgado en el cuartucho. Está flaca, ojerosa.
—Exceso de trabajo —murmura para sí con rabia.
En la foto del periódico, su madre, espléndida: el dinero de la corona paga las cirugías que mantienen esa juventud ficticia que ella ahora observa mientras siente que se ahoga en un agua helada, viscosa.
No perderá sus mejores años escondida en un bosque trabajando como criada para siete avaros.
—Inoculá tu veneno en esta manzana —ordena. La serpiente obedece, no se arriesga a sufrir las consecuencias terribles que podría acarrearle otro problema con una mujer.
Coloca el fruto envenenado en una canastilla y acude a palacio.
No tengas miedo, volará, heredó nuestros genes, dice el artista del trapecio. Y desde el punto más alto lanza a su hija, un bebé todavía, por el aire, hacia los brazos de la madre, aterrada e infiel. No debería temer: por las artes de su verdadero padre, el mago, la niña realmente vuela. O les hace creer que vuela.