martes, agosto 08, 2006

El perfume del olvido (relato)

Hace tiempo que no escribia nada. Este relato ha estado apareciendo en mi cabeza por fragmentos hace unos meses, pero la mayor parte de las piezas y el modo de unirlas son de los últimos dias.

Espero que os entretenga. Por cierto, si alguien propone un título que me guste más, lo cambiaré por ese.

Gracias...


No duermo nunca, solo puedo recuerdar.

Esa es la clave de mi actual existencia. Cada noche renuevo mis fuerzas, mi voluntad, recordando.

Así, dia tras dia, me pierdo en mi infancia, me baño en la melancolía de las cosas que perdí, o simplemente recuerdo el día más importante y doloroso de mi vida.

Lo hago desde mi refugio, mi encierro. Estoy atado allí por mi condena y al mismo tiempo por que la paz que me da en este barrio cambiante. En este edificio es donde transcurrió casi toda mi vida. Ahora me escondo arriba, en la sala del motor del viejo ascensor, tan cerca y tan lejos del cielo.

Es el antiguo edificio que hace esquina, junto a la Iglesia de los Jerónimos. Tiene una fachada modernista que brillaba esplendorosa cuando yo era joven, y ahora ha recuperado el limpio color cremoso de sus molduras y balcones gracias a la restauración del ayuntamiento.

No ha cambiado casi nada desde mis tiempos. Muchos pisos han sido alquilados por inquilinos nuevos, que no conozco y me cuesta reconocer, que no reconoceré de hecho hasta que lleven un tiempo y me acostumbre a ellos.
El resto siguen igual que antes, bolsas de vejez que guardan muebles y adornos de mi juventud, retratos de vírgenes y santos que nunca fueron de mi agrado pero que ahora me parecen familiares y tranquilizadores. Reliquias. Mi casa ya no es mía, y esto y la furia que me traen algunos recuerdos me impiden quedarme mucho rato allí, y también hacen que se muden los inquilinos sin saber generalmente porqué.

No suelo salir mucho. Lejos de mi refugio me asalta el olor a jazmín, a veces tan fuerte que me marea, y más intenso cuanto más lejos y más extraño me resulta el sitio, o mis recuerdos y mi voluntad están más débiles. Por eso evito los lugares que no conozco, en los que no viví, y cuando tengo que desplazarme procuro hacerlo a un lugar conocido, y minimizar el tiempo que estoy expuesto a la confusión de lo nuevo.

Como tengo la azotea muy cerca, a menudo huyo de la monotonía escrutando el paisaje, buscando un alivio en lo que no tengo cerca. El barrio y la ciudad se hacen neblinosos a mis ojos cambiados, y solo veo sin esfuerzo lo antiguo, lo decrepito o gastado. Más tarde la tristeza o el tedio me fuerzan a desafiar el olvido y me deslizo por las calles o entre las copas de los árboles a mis otros refugios. Visito el vetusto parque de los Sicomoros o el antiguo colegio de las monjas. Busco algún antiguo rostro en el café Cairo. Son visitas rápidas, y siempre siento el tirón que me devuelve a mi encierro, o el temor al creciente perfume de jazmín me hacen regresar.

A veces el aburrimiento me agita como un tigre en una jaula y la furia o la mala conciencia me desbordan. Golpeo las paredes y el motor se aturde y asusta por mi furia. Luego me asusto y arrepiento. El día que cambien el motor o todo el ascensor, perderé mi cuarto.

Y hace ya tanto que estoy así...

Cuando el miedo a perderme en el olvido me encierra varios días, recorro bramando las escaleras y converso como un loco con la estatua de bronce del dios alado, o vigilo a los nuevos o viejos vecinos. Aunque sé que es inútil y nada cambia por eso.

Las tardes claras me acerco al parque, que aunque ha cambiado sigue siendo teniendo el mismo trazado, y sin esfuerzo encuentro los árboles centenarios de mi niñez y las hermosas rejas de hierro antiguo. No puedo leer sin esfuerzo los nombres recién tallados en la corteza de los árboles, pero para mí está claro, luminoso a veces, los que grabé de chico. Puede ser una ilusión de la memoria, o una consecuencia de mi naturaleza. No lo cuestiono, sabiendo que la duda es el principio de la disolución. Aspiro el aroma de los árboles, igual al de hace tantos años, y me siento más fuerte, y el perfume a jazmín se suaviza hasta casi desaparecer.

Casi, casi. No desaparece del todo, ni podrá hacerlo nunca. Es el olor que más odio, y me acompaña y tortura siempre. Solo la tozudez con la que me agarro a mis recuerdos, con la que mantengo mi deseo de permanecer, de perdurar, me mantienen aquí. Supongo que si las cosas hubieran pasado de otra manera todo seria distinto, o quizás si ella hubiera preferido otras flores, por ejemplo, rosas, el olor que me atormenta seria otro.

Rememoro continuamente mi antigua vida. Mi juventud y amistades. Los detalles nimios de mi antigua rutina en mi librería. Los libros de mis escritores favoritos. Recuerdo el último libro que leí, una recopilación de Italo Calvino. En un relato una armadura vacía pero llena de ideales permanecía en una eterna vigilia o actividad bajo la amenaza de desmontarse en sus piezas para siempre si dejaba de pensar. Y cuando mi voluntad flaquea y comienzo a sentir la llamada, que el olor de jazmín me ahoga y asfixia como aquella vez, solo la injusticia que me hicieron y el rencor impiden que me abandone al olvido. Así recupero la fuerza, la solidez, y el dolor.

No voy nunca a la iglesia. Tengo miedo, de las promesas de cielo e infierno, y de las sombras que he visto subir desde sus sótanos, de tiempos anteriores al mío. También de las letanías de rosarios y padrenuestros de las ancianas, empeñadas en salvar las almas en pena y las del purgatorio con sus rezos de conejos comiendo hierba. No comprenden que todos los condenados necesitan secretamente su condena.

Otro edificio que recuerdo bien y ha esquivado los cambios es mi antiguo colegio, un edificio de ladrillo gastado y paredes altas y de geometría clásica. Se siguen dando clases allí, pero ahora es un conservatorio. Un cambio que me agrada. Algunas tardes de invierno me distraigo acercándome a escuchar la música. Me sitúo en un rincón desde el que no perturbar a los artistas y me entrego a la pasión, a la vida que trasmite la música de los alumnos más aventajados. Mis favoritas son las piezas que conocí y disfruté en mi otra existencia. Me trae a veces una alegría y ligereza como no parecen posibles en este infierno en el mundo.

Así han pasado años. Muchos años. Cada vez más aburrido, más cansado de mantenerme aquí, de pensarme y recordarme. El olvido más cerca, aunque mantenido a distancia siempre por el rencor, por el odio a quien más quise, y más daño me hizo. Negando el perdón por miedo a que el olor de jazmín me hiciera dormir y desaparecer.

Nada cambió hasta hace un año.

Se mudó a mi antiguo hogar un nuevo inquilino. Al principio no hice mucho caso. Además todos esos cambios me despistan y solo capto atisbos. Sin embargo un rostro me llamó la atención, y aunque era nuevo para mí, pude ver sus rasgos tan claramente como si fueran los de mis más antiguos vecinos. Era una mujer joven, pero apagada. De algo más de treinta, rubia y de aspecto frágil y discreto. Parecía algún tipo de artista, y transportaba como si fuera un niño un chelo apenas menor que ella, un hermoso instrumento, tan antiguo que desde mi escondite percibía sus años.

Ese mismo día se aposentó en el viejo apartamento. Había sido pintado de un blanco inmaculado, y unos pocos muebles de un diseño confortablemente clásico aliviaron el vacío de las salas.

Pronto sentí una intensa e indefinible atracción indefinible por ella, además del misterio de su clara y poderosa presencia. Una semana después la seguí flotando invisible sobre su cabeza mientras se movía por el barrio. No es algo que suelo hacer, pero había descubierto que a su lado no sentía apenas el perfume a jazmín. Resultaba extraordinario. Algo que no había ocurrido en casi medio siglo.

Para ser nueva en la zona se orientó rápido, y su ronda no difirió mucho de la que yo solía hacer. Incluso se detuvo unos minutos en el horrible edificio moderno construido sobre el solar que contuvo mi vetusta librería. Luego terminó de hacer sus compras y tras llegar a casa y ponerse cómoda, comió un plato precocinado, sola excepto por una incomprensible serie televisiva, y por supuesto por mi invisible presencia. Luego se acostó y estuvo llorando hasta caer dormida. Cuando la hora de la siesta hubo concluido, salió del edificio en dirección al conservatorio.

¡Debía ser profesora allí! Cada vez me fascinaba más.

Efectivamente, trabajaba como profesora allí, aunque no conseguí descubrir cual era su materia. Dio un par de clases, pero acabé cansándome, y sentí que me llamaba mi edificio, el cuarto del ascensor, pues llevaba casi todo un día fuera.

Esa noche sentí una vibración en las paredes del edificio larga y melancólica, como si maullara sus soledades y penas con sus escaleras o sus cuartos vacíos. Me asomé a la diáfana luz de la luna, y percibí que el sonido venia del apartamento que había sido mío.

Me deslicé por la fachada, gravitando por los rayos de luna, apenas más pesado en mi paz que una sombra, o un recuerdo.

En el viejo apartamento la mujer estaba tocando el violonchelo, vestida con un viejo camisón rosa y abstraída en la música. Entonces escuché mejor y pude entender que pieza estaba tocando. En un registro más grave del normal, era el Adagio para cuerda y órgano de Albinoni. La tristeza de la música combinaba perfectamente con el lamento que salía de las cuerdas, y con la expresión perdida, la boca contraída en una mueca. El dolor que yo sentía era en mi corazón era similar al que expresaban ese rostro y esa música, y sentí ganas huir, o quizás de dormir y de olvidar.

La existencia es una costumbre a la que es difícil renunciar. Yo ya había perdurado durante más de diez mil noches como para dejar de hacerlo entonces. Sin embargo, sentí que la música me liberaba, y también que había algo familiar en la escena. Acabó la pieza, y cuando el silencio se llenó de sollozos me retiré invisible y discreto.

Durante unas semanas me acostumbré a una nueva rutina, más confortante que la antigua. Por el día hacia un recuento de mis días, mis deudas y tareas incompletas. La gente con la que hubiera debido ajustar cuentas cuando aún podía, las ofensas y desaires, maldades y ruindades sin castigar durante mi existencia.

A veces también recordaba cosas de mis últimas décadas. Las pocas que destacaban de mi miserable rutina.

Lo hacia con cuidado, ciertas formas de pensar hacer perder la confianza, la persistencia del recuerdo.

Pero a mi pesar recordaba como me habían despedido mis escasos familiares y amigos. La triste andadura de mi librería hasta que cerró unos años después. Los edificios que me habían sido familiares y habían terminado desapareciendo.

Otras sombras como yo, a las que había visto durante la noche, o con las que había compartido algún momento de soledad en el pasado.

Mi venganza sobre mi antigua y miserable casera, cuando mi presencia fría llenó sus noches de pesadillas, la alegría primero y luego el sentimiento de futilidad cuando murió y cambiaron cosas en el edificio...

Alguna vez había realizado alguna acción positiva, pero habían sido tan pocas que las podía contar con mis espectrales dedos. Traje un gato de vuelta con su dueña, aprovechando que ellos me ven con claridad y la simpatía que siempre me han tenido.

Una noche sentí una llamada y encontré en la primera planta una reunión espiritista. Unas mujeres preguntaban por su hermano fallecido. Yo no le veía por ningún sitio, pero la oficiante ponía una voz ronca y claramente se inventaba respuestas sobre la marcha. Me quedé sorprendido y decepcionado. Nunca en mi rutina habían tenido hueco pensamiento alguno sobre un médium y conversar con mis familiares. Poco o nada tenia que decirles de positivo o negativo.

Pero ver que alguien se inventaba los mensajes de aquellos como yo me irritó. Me enfadó. Mucho.

Me concentré, dirigí mi fría sombra sobre el cuarto hasta que el frió empezó a hacer visible los alientos, y los dientes castañetearon también de miedo. Luego puse mi puño sobre el vaso que había movido, y lo odié y me concentré hasta que empecé a notar su peso, y lo estrellé de un manotazo contra la pared.

Quedaron espantados, y yo débil como nunca me había sentido. Tanto que me dejé llevar a mi refugio, a descansar y recordarme, para sobrevivir...

Eso había sido mi contacto más destacado con los habitantes del barrio. También había acababa echando, a los inquilinos de mi antiguo piso, pero a consecuencia de mis visitas a los lugares más familiares. Casi nadie me había visto, excepto en pesadillas. Pero inconscientemente se sentían incómodos en la casa, y a la primera desgracia casual que sufrían se marchaban.

Mi actual relación era pues, la más estrecha en tantos años. Puntualmente acudía a los conciertos de tristeza, y a veces velaba los sueños tambien tristes de la inquilina. Me retiraba el resto del tiempo para evitar que mi presencia la asustara, pero parecía demasiado perdida para descubrirme.

La estrecha vigilancia de mis vecinas me trajo la información que yo no había descubierto aún. Se llamaba Nuria, era de otra ciudad, y al parecer había perdido a su marido en un accidente o de una enfermedad. No recibía visitas y solo las cartas de su abogado y sus padres alternaban con las facturas y los sobres del banco.

Poder adjudicarle un nombre a mi inquilina, me permitió pensar en ella de una forma más cercana. Yo sabia que era el dolor. De hecho, yo había nacido del dolor.

Mi madre me parió con dolor, hace muchos años, y cuando no era mayor que Nuria el dolor y la traición de alguien me había traído a esta segunda y fría existencia. Había nacido a mi segunda vida por el simple hecho de no poder soportar la anterior.

Quizás no fui tan valiente. No lo era, había sido un cobarde la verdad. Tanto como para querer un final para mi sufrimiento, y sin embargo no querer afrontar la mayor incógnita. Por eso me había aferrado con uñas y dientes a mis recuerdos, a mi sombra y a la de mi pasado, hasta que comprendí que podía permanecer, resistir mientras lo creyera y deseara con fuerza.

Ahora, como un nadador o un naufrago que está más allá del cansancio, del mismo esfuerzo, me sorprendía haberme vuelto parte del mar, y que sin embargo conservara intactas las cualidades humanas de emocionarme, se sentir solidaridad, de reflexionar sobre el sentido de todo.

No podía renunciar a mi existencia, y por ella debía concentrarme en la disciplina, no relajar el deseo de perdurar, o confundir mi identidad, que era lo único que conservo.

Sin embargo me sentía extraño cuando contemplaba a Nuria. Olvidaba furia, y la tristeza de siempre se dulcificaba. Era tanto la suya como la mía, y me decía que las perdidas de los ambos nos habrían hecho capaces de entendernos bajo otra circunstancia.

Mis sentidos percibían perfectamente sus rasgos, sus expresiones con fidelidad. No me preguntaba porqué había sido capaz de ver su cara sin un largo periodo de tiempo por en medio, siendo sin embargo alguien nuevo.

Tampoco me planteaba como alguien atado al pasado podía ver algo nuevo perfectamente. Que diferencia había entre los miles de personas que habían entrado siendo borrones en mi edificio para necesitar semanas o meses para que al acostumbrarme a ellos aprendiera su fisonomía, los viera como a oscuras.

Sin embargo cada expresión de Nuria cuando tocaba sus melodías tristes me era visible, y entendía como se relacionaba con los matices de la música y las más sutiles flexiones de sus dedos. Me sentía tan cercano a ella que la percibía con la cegadora intensidad de un mediodía, y no podía sentirme solo cerca de ella, sino peligrosamente atraído.

Pude verla en la intimidad cuanto quise, como podría ver a quien quisiera impunemente. No hay obstáculo que acabe deteniendo a una sombra. Anteriormente había intentado espiar en la ducha o en el dormitorio a otras mujeres, pero lo borroso de mi percepción y la falta de respuesta, la frialdad de mi interior me habían hecho evitarlo. Me recordaban más mi actual estado que lo que podían satisfacerme situaciones tan torpes.

Sin embargo, mi proximidad con Nuria precisamente me hacia respetar su soledad, los momentos en los que su pudor se hubiera visto comprometido.

Así fue en los primeros meses. Su tristeza persistió, pero fue serenándose, amortiguándose a medias por el tiempo y la marcha inexorable de la vida, pues ella no parecía tomar ninguna decisión que cambiara las cosas.

Cuando asistía a sus clases y notaba que algún alumno o profesor parecía interesarse en ella sentía enfado, no sé si celos o preocupación por ella y su soledad. Serian celos. De todos modos hice cuanto pude para preservar su tranquilidad.

Comencé a pasar un tiempo mayor en su compañía. Vivía en mi casa de todas maneras, y salvando la distancia para no asustarla, allí podía retraerme a mi pasado, preservar mis recuerdos y casi olvidar lo que era.

Había algún rumor sobre mi existencia, pero muy confuso. Casi nadie asociaba al oscuro librero de los años sesenta con los ruidos, las sombras friás o los sustos. Sin embargo, había una cierta conciencia entre los inquilinos antiguos de que nadie permanecía mucho tiempo en el 5º A, y finalmente una vecina la abordó sobre ese tema tan difícil.

Lo supe más tarde, cuando al esperarla en nuestra casa, vi que miraba en todas direcciones, como esperando encontrar algo distinto hoy. Esa mirada no era nueva para mí, pero permanecí oculto. De entre todas la s personas del mundo era a ella a quien menos debía asustar.

Si hubiese necesitado respirar habría muerto de lo quieto que estaba. Pero no lo necesitaba, y al tiempo no me atrevía a retirarme para estar asegurar que no se asustase o tomara alguna decisión poco sensata. Pasó así la tarde, y luego la noche. Esa noche no tocó el violonchelo y solo vio la televisión, hasta que el cansancio y una pastilla -una sola, me fijé bien- la hacían dormir sin sueños.

Yo me había acostumbrado tanto a su presencia como a su bendita música. Esa noche tras comprobar que descansaba profundamente salí a dar un paseo. Necesitaba quizás expresarme, hablar con alguien, aullar mis sentimientos para comprender en que consistían.

Estuve monologando bajo las farolas amarillas. Mi paseo me acercó a la iglesia, y al poco rato sentí una mirada que me perforaba. Me volví sorprendido y en guardia. En las sombras de la fachada había una sombra aún mas oscura, y sentí como me miraba.

Las sombras se aclararon u oscurecieron más, y pude ver a un sacerdote vestido con una sotana apolillada. Su presencia emanaba fatiga, pero también una energía y un fanatismo hijos de la locura. Locura que se manifestaba sutilmente en un centenar de formas, que le gritaba a mis sentidos.

Quise correr o volar, pero no pude. No conseguía moverme, y el peso de una vejez sin final me envolvía, haciéndome sentir que todos mis años no eran nada.

-Ave María Purísima.

Me miraba con intensidad, esperando mi respuesta. No supe cual era hasta que comprendí lo que estaba haciendo.

-Sin pecado concebida, padre.

Me arrodillé allí mismo, recordando mi infancia y a los curas. El sacerdote tenia un aspecto extraño, anciano y calvo, con los mechones de las sienes erizados y verdugones recientes en la piel visible. Sentí miedo, miedo como no había sentido nunca. Supe que no podría escapar, y temí por mis pecados.

-Dime, hijo mío, cuales son tus pecados para ser perdonado.

Su aliento hedía a carroña seca, a cosas que se descompusieron hace tiempo, un olor dulzón que me mareó. Sentí dentro una compulsión de contar todos mis pecados, y la confesión ascendió por mi garganta como vómito.

Intente controlarme con toda la fuerza de voluntad que me había mantenido consciente y entero casi medio siglo. Me clavé las uñas en las palmas, abriendo y desgarrando brechas que empezaron a sangrar un claro icor, pero el dolor no era nada contra el impulso y la alegría que sentía de poder echarme a llorar y confesarlo todo.

-Debes decirme tus pecados, hijo mío. Yo los veo pudrirse en tu alma, atarte a este perverso estado, pero el Señor – y aquí la voz expresaba una insensata alegría- puede perdonarte si confiesas y te arrepiente. Si eliges aceptar un castigo para poder limpiarte...

En mi mente el temor al castigo y a las cicatrices que exhibia el fanático solo apareció un segundo. Sentía más miedo de no complacer al benévolo padre, y el roce de su mano de largas uñas me hizo arder de vergüenza las mejillas. Realmente necesitaba soltar lo que llevaba dentro y jamás había podido contar.

-Padre, confieso que he pecado...

-Continua hijo. No hay pecado tan horrible que nuestra madre la Virgen no pueda perdonar, si te limpias con la penitencia.

Me sonrió, y empecé a llorar, pero no tenia lágrimas, solo sentía como una arena muy fina que caía de mis ojos y me cegaba.

-He pecado mucho. Hecho cosas malas, de obra y de pensamiento. La angustia me impidió continuar.

-Empieza por la más grave, hijo mío. El Señor da el medio para purificar y perdonarlas todas, pero aligera primero las piedras más grandes, y así tu corazón se aliviará antes.

-He pecado contra mi alma y mi vida. Que Dios me perdone.

-Mi mujer me abandonó por mi hermano, y fui débil. Fui muy débil padre...

La mano del padre ascendió a mis ojos. En la palma pulsaba oscuro un estigma, y cuando me tocó la frente sentí una blanda frescura, casi efervescencia. Seguí.

-Me quedé solo padre, arruinado y avergonzado, ante todos los que me conocían, y pequé de cobardía, por dos veces.

-El señor lo sabe, hijo, continua...

-Y ... - y cuando estaba a punto contar mi triste fin, una muchacha joven bajó de un coche a unos pasos de nosotros, sin vernos.

Pero a nosotros nos deslumbraron los faros, y al padre la conducta de la muchacha, que se estaba besando y tocando con el conductor del coche. Y en ese momento de desconcierto de los dos, tuve por fin más miedo que ganas de confesar y corrí, volé hacia el cielo nocturno, hacia mi casa, lejos del terrible sacerdote y el castigo que quizás merecía...

El día siguiente me encontró hecho un ovillo en el cuarto del motor. Esperando los primeros rayos de sol para aliviar mi miedo.

¿Quién hubiera dicho que tras tantos años de supervivencia a mi propia vida, podía sentir tantas cosas distintas en una sola noche?

El día transcurrió despacio. El perfume del jazmín me envolvia como nunca, denso y premonitorio. Por otro lado no me importaba mucho.

Algo se había roto la noche anterior dentro de mí y me encontraba como borracho, perdido. Sabia que necesitaba hacer algo, y que estaba muy cansado. también miraba sobre mi hombro todo el rato, aunque sabia que el sacerdote jamás se alejaba de su iglesia, lugar al que nunca volvería...

Pasé la tarde pensando en el parque y me sorprendió allí el anochecer, y la hora del concierto de Nuria. Una sensación premonitoria se adueñó de mi alma.

Al llegar al piso me alcanzaron primero las notas del vals triste de Sibelius.

Son quizás la pieza de música más triste que conozco, más dolorosa aún como la interpretaba ella, con la voz solitaria y grave del chelo ascendiendo por la cadencia circular e hipnótica de la melodía.

Un recuerdo flameó en mi espíritu, y en aquel momento, cuando levantó el suave cuello y la mirada ahogada en lágrimas, supe donde había visto esos ojos antes, porqué la podían ver tan bien mis ojos de difunto. Porque los muertos no tenemos más ojos que el recuerdo de que los tuvimos, y realmente vemos con el alma. Y mi alma ya la conocía a ella, hacia tantos años...

Ella, que en ese momento, en ese supremo instante de comprensión y horror me vio.

¿Que pudo contemplar?

Solo la figura traslucida y borrosa de un hombre ajado y pálido, congelado al borde de la cuarentena, apagado y triste, y marcado por la larga cicatriz que me había dejado en el cuello la cuerda con que puse fin a mis días entre los vivos.

Gritó un segundo. Luego sin moverse siguió mirandome más pálida aún, sus manos se aflojaron como pájaros cansados sobre las cuerdas y el arco cayó al suelo.

Yo sabia al fin, y también sabia ella. Sabia algunas cosas que espero que olvidara pronto, confundidas con sus sueños.

Yo ya sabia que es lo que necesitaba decir, cual es el alivio que no me había proporcionado el sacerdote.

Así, me acerqué a ella y con la voz más clara y audible que esta alma en pena pudo alzar, apenas un susurro pero audible en el silencio, se lo dije.

-Te perdono, mi vida. Siempre te quise, y te seguí queriendo...

Mientras ella me miraba vi en sus pupilas que su corazón, su alma me entendía, y también me perdonaba.

Me marché.

Ahora es de noche de nuevo. Soy feliz por primera vez desde que mi vida terminó.

Pero estoy muy cansado. Mucho más de lo que puedes imaginar. Y ahora que he abandonado mi carga, solo deseo continuar el viaje que empecé hace tanto tiempo. No sé a adonde me llevará, si me esperan arriba, abajo o en otro sitio, pero llegaré con una sonrisa, porque estoy libre del miedo, del odio y pronto del aroma del jazmín.

Me despido.

Estoy muy cansado, y por primera vez en cincuenta años, voy a dormir.

FIN

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo mas bien lo llamaría “el perfume de la innovación”

El desayuno de todas las mañanas, son los recuerdos del ayer, tus viejos libros, rodeado de cuadros que aun sigues observando con sorpresa...

Pero siempre hace bien desayunar fuera de casa de ves en cuando, explorar los cuadros pintados por la naturaleza.

Me han encantado las descripciones y bueno saludos!

Ashbless dijo...

Muchas gracias por leer el relato y por tu comentario.

El relato habla entre otras cosas de la obsesión por el pasado, de gente atascada en sus errores.

Afortunadamente tambiien de la cualidad sanadora del perdón, y de la necesidad de afrontar el camino que tenemos por delante. Es algo denso y muchas cosas me temo que sean dificiles de sacar, y es un fallo del narrador el no transmitir toda la historia.

Si veo que he resultado demasiado oscuro, explicaré el argumento y los personajes cuando más gente lo halla leido y así no soy spoiler.

Espero que mis temores sean falsos y esta historia de desesperanza y esperanza - y un puntillo de miedo- entretenga a todos los que la afronten.

Un abrazo para todos