viernes, noviembre 30, 2007

Tras el cálido Noviembre






















Ya termina Noviembre.

Ayer vi dibujarse en el cielo las largas cuñas de las aves migratorias. Abandonan por fin mi tierra del sur para trasladarse a África. Se marchan huyendo de este Diciembre entrante, que trae algo de frío, anuncios de colonia -que ya es navidad- y la confusión del final del año. Ese mes que hay que terminar todo lo que quedó pendiente, para que entre un Enero nuevecito, sin manchas ni rayones.

Y así estoy yo, moviéndome con el resto del mundo. No me voy a comprar colonia, que no gasto casi y se me acumulan los frascos. Tengo bastantes turnos de trabajo para este último mes para compensar las libertades que me tomé anteriormente, y el curso académico empieza a tomar forma. Por otro lado el trabajo va bien, sin estridencias, y solo parece cosa de no aflojar el ritmo y disfrutar de la bonanza.

Y como siempre que hago recopilación, cosas que se han vuelto a quedar colgando y que hay que retomar, como el gimnasio. Apuntes que ya hay urgencia por conseguir. Viajes - me han invitado al centro de Francia estas navidades- proyectos que surgen y hay que encontrarles sitio. Ganas de volver a disfrutar de la naturaleza, que he perdido el ritmo del principio de otoño...

Aunque no hace mucho frío, ya ha llegado el invierno, digan lo que digan los calendarios. Durante tres meses estaremos en un mundo oscuro y frío, en el que apetecen sofás, mantas y chocolate caliente. Y por eso mismo puede ser una estación más cálida que otras. No importa que diga el hombre del tiempo, ni los anuncios, ni siquiera las costumbres...

Así que te deseo un invierno agradable. Que aproveches este tiempo para descansar si es posible, para conservar las fuerzas y acercarte a la gente que te importa. Y que disfrutes de todo lo que te ofrezca la vida, como siempre.

Un abrazo.



miércoles, noviembre 28, 2007

Tao Te King 40




































Regreso es el movimiento del Tao.
Debilidad es el proceder del Tao.
Todo lo que hay surge del Ser.
El Ser surgió del No Ser.





No colour, Galeria de Lara Sorgo

Gracias




























Gracias a la vida, que me ha dado tanto.
Gracias por los días buenos, y también los malos.
Gracias por todo lo que me ha dado. Y aún más por lo que no.
Gracias por las cosas que conseguí, y por todo lo que aún intento.
Gracias por el sol, que me ilumina. También por la noche y su descanso.

Gracias por mi cuerpo.
Gracias por mi salud, y por mi cansancio.
Gracias por mis ojos, el bueno y el malo.
Gracias por mi flaqueza. Gracias por mi estatura.
Gracias por todo lo bueno, y también lo malo.

Gracias por todo lo que sé. Y por todo lo que ignoro aún.
Por todos las mujeres que vinieron. Y porque se marcharon.
Gracias por todos los amigos. Y por todos los que no lo son.
Gracias por la vida, por los ratos que lo siento... y los que no lo hago.


Gracias

lunes, noviembre 26, 2007

Dentro del Laberinto


















Esto es publicidad. Aviso.

Pero es publicidad buena. Altruista. Porque no paga nadie por ella, y es una buena noticia.

El hermano menor de este servidor de ustedes, que no solo es el más joven de la familia sino el más talentoso, tras interminables presiones y solicitudes de su público, ha condescendido a abrir sus pensamientos a los millones de usuarios de internet en lengua hispana. Las versiones en mandarín, ingles, alemán y ruso están preparandose.

Si teneis apenas un minuto no os perdais dar una vuelta por el laberinto. Aunque cuidado, salir puede ser dificil, o podeis volver ligeramente cambiados...


Dentro del Laberinto

Todo continua...






























Después del fin del mundo, cuando toda la existencia del universo ya haya concluido y todo lo que fue vueva al seno del Logos, comenzará otro nuevo universo para llenar el hueco del antiguo. Y lo hará con un lunes. Laborable.

Esto es así. Nada se detiene. Si acaso nos tomamos un respiro, contenemos la respiración el fin de semana, o nos largamos de vacaciones. Al volver las plantas siguen ahí, mustias si no buscamos quien las cuidara.

Al menos a mí me pasa. Tras cambios, complejidades y crisis, siempre hay un lunes o al menos un martes. Laborable.

Es un pequeña maldición según algunos. Pero solo se me ocurre una alternativa, y no me gusta demasiado. Tras la compresión de estar preparando el examen de semanas anteriores, y estos dias que me he soltado -un pelín, casi nada- la melena, toca continuar. No exactamente con lo de siempre porque el rio y el hombre cambian. El buen humor y el malo se arrastran a tus tareas, así como las resacas, los cansancios y esa serie que empezaste a ver aprovechando que ya podias descansar.

Podria ser peor. Podria no haber un lunes ni un martes. Podria no haber nada. Además, ya volverá a tocar descanso.

Un abrazo.

viernes, noviembre 23, 2007

Tao Te King 44





















Fama o integridad: ¿Qué es más importante?
Dinero o felicidad: ¿Qué es más valioso?
Éxito o fracaso: ¿Que es más destructivo?

Si miras a otros en busca de plenitud
nunca alcanzarás la autentica plenitud.
Si tu felicidad depende de posesiones
nunca estarás feliz contigo mismo.

Conténtate con lo que tienes;
regocíjate en que las cosas son como son.
Cuando comprendes que nada falta,
el mundo entero te pertenece.

jueves, noviembre 22, 2007

Ganar y perder




















Ayer me examiné de anatomía. El examen salió regular. Iba algo flojo para lo que se esperaba, y el nivel de exigencia fue muy alto. También se cumplió uno de mis mayores deseos de los últimos tiempos.

¿Triunfo y fracaso?
Apruebe o suspenda anatomia, he recogido una lección que no es nueva. Tardé varias semanas en coger el ritmo de estudio adecuado, y el enfoque correcto. Además que yo mismo sabia que iba justo, justo. Y lo peor es que no quiero aprobar así. A nadie le amarga un dulce, dicen. Pero aprobar sin saber, y luego tener la duda de si te lo has merecido o no, y al tiempo no tener ese conocimiento básico y fundamental para ejercer la profesión...

Y el éxito. Cuando deseas algo, alguien, alguna cosa, y te ciegas en el puro deseo, en el anhelo... Te permites olvidar quien eres e incluso que es lo que necesitas realmente. Y cuando la persona o cosa llega, y calmas tu deseo, recuperas la serenidad suficiente para comprender donde estás. Y no es donde creías al principio.

Deshacer tus acciones, sobretodo cuando afectan a otros, segundos o terceros, no es facil. Obviamente se aprende más sobre uno mismo y los demás intentando cosas que quedándose mano sobre mano, y creo firmemente que estamos aquí para aprender. Ese es uno de los pocos sentidos que tiene la existencia.

Pero errar continuamente, sin extraer enseñanza o mejora de ello es un camino que baja en espiral. He visto a muchos tomarlo y resulta duro volver.

Este post no va de mi examen, ni de la anatomía. Por favor no me consueles o animes por eso. Gracias, pero no es necesario.

No te engañes, eso no importa hoy. Escribo sobre el triunfo, que puede ser verdadero y absoluto, más allá de lo esperado, y contener el germen de la destrucción por ello. Del sentido de ganar y perder, de los dos mentirosos que son triunfo y derrota. De lo vacío que me siento por haber ganado, y de la esperanza que tengo en mi derrota.

martes, noviembre 20, 2007

Lejos de Boneville





















Mañana tengo el examen, y estoy cansado. Cansado de estudiar, de dar vueltas a las distintas fibras y detalles del cuerpo humano, ya sea en una biblioteca, mi escritorio o incluso mi alfombra. Me siento igual que tras comer dos bolsas de palomitas. Me encantan, pero después de la primera bolsa es solo inercia, y tras la segunda... No me las mencionéis por favor.

La verdad es que necesito un azucarillo para recorrer los últimos metros. Reactivar esa fuente de energía que me sostiene todas las noches, mañanas y tardes, haga curro, clases particulares o que ponerse a estudiar. Hacer que vuelvan a irradiar fuerza y entusiasmo mis tripas, se calienten de nuevo las barras de uranio enriquecido en el interior de mi caldera nuclear, y Mazinger vuelva a Tokio para defender a los buenos.

Así que me he dado un baño caliente en mi bañera ecológica -es tan pequeña que casi se llena sin agua- me he puesto a curiosear los infinitos contenidos de mi disco duro -en ese ordenador que prometí no encender hasta el miercoles- y me he leido un par de números de Bone con frutos secos, y un zumo de piña.

¿Que es Bone? Es un tebeo genial, para todas las edades y con cierto aire épico que afortunadamente se ve disuelto por la ironia y el buen humor. Como si el Disney de los primeros cortos hubiera contado con Micky, Donald y Goofy para narrar su Señor de los anillos. Malos divertidos, abuelas heroicas, carreras de vacas, dragones que fuman puros... Y los bones, el bueno, el avaro y egoista y el felizmente bobo.

Me estoy pensando si comprarme la historia en ingles en un tomo -1300 paginas- o compro los tomos en español y a color, o si solo los leo por internet. Ya veremos, por mi cumpleaños solo me regalé un cuaderno azul - no el Aznar- y lo he acabado usando para hacer diagramas anatómicos.

Bueno, pues eso, que os deis un permiso para ser felices de vez en cuando, o los enanos os crecerán y querrán dejar el circo. Normalmente no hacen falta cosas con precio, basta parar o hacer eso para lo que "nunca hay tiempo". Pero tampoco es malo comprarse un buen pastel de chocolate y zampárselo. O un buen libro.

Y ahora con vuestro permiso me pondré a meditar, luego un par de horas de estudio, y mañana sera otro día. Besos

Pd:La editoria de Bone ha puesto el primer número gratis en la red. Si teneis cinco minutos podeis descargarlo desde aquí y leerlo. Pero cuidado, reiros puede ser bueno para vuestra salud

La Esfinge de Gizeh, de Lord Dunsany





















Vi el otro día la faz pintada de la Esfinge.
Ella había pintado su rostro para así flirtear al Tiempo.
Y él no ha perdonado a ninguna otra faz pintada en el mundo entero salvo la suya.
Dalila era más joven que ella, y Dalila es polvo.
El tiempo no ha amado nada salvo esta faz pintada y sin valor.
No me importa que sea fea, ni que se haya pintado el rostro, con tal que ella sola sonsaque al tiempo su secreto.
El tiempo reposa como un necio a sus pies cuando habría de estar abatiendo ciudades.
El tiempo jamás se harta de su tonta sonrisa.
Hay templos repartidos en torno a ella que él ha olvidado saquear.
Yo vi a un viejo pasar, y el tiempo jamás lo tocó.
¡El Tiempo, quien ha cargado con los siete portales de Tebas!
Ella ha tratado de atarlo con cuerdas de arena eterna, tenía la esperanza de oprimirlo con las Pirámides.
El yace allí en la arena con sus absurdos cabellos esparcidos sobre las patas delanteras de ella.
Si ella descubre alguna vez su secreto le arran-caremos los ojos, para que así no encuentre más nuestras cosas bellas —hay preciosos portales en Florencia con los cuales temo que cargará.
Hemos intentado sujetarlo con canción y con costumbres de antiguo, mas tan sólo le retuvieron por un pequeño intervalo, y él nos ha siempre abatido y se ha mofado de nosotros.
Cuando esté ciego él bailará para nosotros y nos dará diversión.
El gran y torpe Tiempo tropezará y danzará, él que gustaba de dar muerte a niños pequeños, y no puede ya dañar ni siquiera a las margaritas.
Entonces se reirán nuestros niños de aquel que aniquiló a los toros alados de Babilonia, y eliminó grandes cantidades de los dioses y hadas —cuando se le hayan podado sus horas y sus años.
Lo encerraremos en la Pirámide de Keops, en la gran cámara donde el sarcófago se encuentra. Desde allí le guiaremos afuera cuando celebremos nuestros banquetes. Él madurará nuestro maíz para nosotros y nos hará labores domésticas.
Besaremos vuestra faz pintada, oh Esfinge, si traicionais a nosostros al Tiempo.
Y sin embargo temo que en su angustia final pueda él aferrar al mundo y a la luna, y lentamente derribar sobre sí la Mansión del Hombre.

sábado, noviembre 17, 2007

Una semana de noche. Angeles sonámbulos, de Rafael Alberti























Llevo ya una semana de noche. Se acerca mi examen, anoche hubo celebración y cena laboral. Luego una larga madrugada. Me he despertado hoy antes del crepúsculo, y me sentiré fuerte cuando la luna se alce, como los vampiros ancianos.

Insensiblemente mi horario se ha desplazado a la oscuridad, desde este cuarto cálido, cerrado, donde los únicos objetos reales son un atlas, una libreta y la alfombra. Terminará al miercoles, con el examen. He consultado mi otro oráculo, y libro entonces hasta la noche del domingo, unos días libre de la noche, del día, y de estos días libres para estudiar. De vuelta a la vida, la de siempre, que nunca es como esperas. O en eso confío.

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Angeles sonámbulos

1
Pensad en aquella hora:
cuando se rebelaron contra un rey en tinieblas
los ojos invisibles de las alcobas.
Lo sabéis, lo sabéis. ¡Dejadme!
Si a lo largo de mí se abren grietas de nieve,
tumbas de aguas paradas
nebulosas de sueños oxidados,
echad la llave para siempre a vuestros párpados.
¿Qué queréis?
Ojos invisibles, grandes, atacan.
Púas incandescentes se hunden en los tabiques.
Ruedan pupilas muertas,
sábanas.
Un rey es un erizo de pestañas.

2
También,
también los oídos invisibles de las alcobas,
contra un rey en tinieblas.
Ya sabéis que mi boca es un pozo de nombres
de números y letras difuntos.
Que los ecos se hastían sin mis palabras
y lo que jamás dije desprecia y odia al viento.
Nada tenéis que oír.
¡Dejadme!
Pero oídos se agrandan contra el pecho.
De escayola, fríos,
bajan a la garganta,
a los sótanos lentos de la sangre,
a los tubos de los huesos.
Un rey es un erizo sin secreto.
Como yo, como todos.
Y nadie espera ya la llegada del expreso,
la visita oficial de la luz a los mares necesitados,
la resurrección de las voces en los ecos que se calcinan.

Maestros por todas partes






















Llevo unos dias de lecciones.

No es solo la anatomia. De hecho, aunque estoy estudiando más que antes mientras se acerca el examen, creo que es de lo que menos estoy aprendiendo.

Aprendo de cosas muy diversas, como las relaciones humanas y los juegos y bailes que establecemos hombres y mujeres. De que clase de padre podría ser en el futuro. De los miedos que encierro en mi pecho, y lo que me pueden llevar a hacer. Del miedo que yo también, levanto en corazones ajenos, y de responsabilidad y amor por tu trabajo.

Son muchas cosas distintas, pero es que estoy teniendo muchos maestros diferentes, y cada uno me aporta algo nuevo.

De amigas, nuevas y antiguas, ese juego excitante pero viejo que jugamos las personas. El deseo y el ser deseado. Las esperas, el hacer grato, cercano y similar o exótico y especial a la otra persona. Inevitablemente estoy más experimentado ahora que antaño, y voy viendo las cosas, aunque sea a posteriori. Es extraño descubrir que estás tomando posiciones y papeles, reaccionar y causar reacción. Pero es divertido. Mucho.

He ido a una tienda donde siempre tuve problemas. Necesitaba cambiar un ratón roto, y al llegar me he dado cuenta que estaba tenso, a la defensiva. Que estaba esperando una pelea que no se ha producido ni tenia porqué pasar. Que los comentarios anodinos del técnico que tomaba como algo personal, no lo eran. Incluso yo en su lugar habria utilizado las mismas palabras en ese contexto. Y me he marchado con mi ratón nuevo, y una extraña sensación de sorpresa.

Y en el trabajo igual. De quien esperas un ataque porque no te llevas nada bien, porque teme a todos y los considera sus enemigos, descubres que hoy no hay guerra, aunque tampoco aprecio. Algunas críticas que sirven para ponerte en tu sitio, reafirmarte y reconocer lo que has hecho mal. Y dar gracias al destino porque esto viene ahora que no es importante, y se puede resolver.

Padre, porque así me estaba sintiendo respecto de un compañero de piso y otros amigos que veo cotidianamente desperdiciar su potencial y repetir los mismos errores. Esta semana he comprendido que no quiero ser su padre. Y tampoco quiero ser un padre sobreprotector ni rígido. Solo quiero ser mi propio padre, ahora, y de mis hijos cuando los tenga. Y quiero permitir que ocurran los errores -con algo de red para que los saltos no sean mortales- porque solo de los errores se aprende verdaderamente. Y despues de caer levantarse, sin rencores ni más preocupaciones.

¿Y la responsabilidad y amor por el trabajo? De la batallita laboral anterior, de darme cuenta que soy mucho mejor trabajando de lo que pienso. Y del ejemplo de la novela "Hornblower y el Hotsput" de Cecil Scott Forester, tercera novela sobre la vida de un inteligente y realista marino ingles en los tiempos de Nelson. Un joven capitán de barco que ama lo que hace y entiende el mundo y su vida desde el respeto a su profesión y a los que le rodean. Que no es poco.

viernes, noviembre 16, 2007

Tao Te King 24, más que humildad, sencillez






















El que se pone de puntillas no se sostiene con firmeza.
El que camina a grandes zancadas no llega lejos.
El que se exhibe no es luminoso.
El que se justifica a sí mismo no alcanza fama.
Al que se vanagloria nadie le cree.
El que se enorgullece de sí mismo no llega a ser jefe..
Para el Tao, Estas cosas se llaman "las heces y excrecencias de la Virtud",
y son repugnantes.
Por eso el hombre del Tao las rechaza.

jueves, noviembre 15, 2007

El silencio de las sirenas, de Franz Kafka

























Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:

Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones mas fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bién quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.

Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.

En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas les hizo olvidar toda canción.

Ulises, (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo. Fugazmente, vió primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo mas acerca de ellas.

Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

martes, noviembre 13, 2007

El Peatón, de Ray Bradbury





















Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.

A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.

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El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.

En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.

-Hola, los de adentro -les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras-. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?

La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.

-¿Qué pasa ahora? -les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera-. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?

¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.

Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.

Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.

Una voz metálica llamó:

-Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!

Mead se detuvo.

-¡Arriba las manos!

-Pero... -dijo Mead.

-¡Arriba las manos, o dispararemos!

La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.

-¿Su nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico.

Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.

-Leonard Mead -dijo.

-¡Más alto!

-¡Leonard Mead!

-¿Ocupación o profesión?

-Imagino que ustedes me llamarían un escritor.

-Sin profesión -dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.

La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.

-Sí, puede ser así -dijo.

No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.

-Sin profesión -dijo la voz de fonógrafo, siseando-. ¿Qué estaba haciendo afuera?

-Caminando -dijo Leonard Mead.

-¡Caminando!

-Sólo caminando -dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.

-¿Caminando, sólo caminando, caminando?

-Sí, señor.

-¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?

-Caminando para tomar aire. Caminando para ver.

-¡Su dirección!

-Calle Saint James, once, sur.

-¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?

-Sí.

-¿Y tiene usted televisor?

-No.

-¿No?

Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.

-¿Es usted casado, señor Mead?

-No.

-No es casado -dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.

La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.

-Nadie me quiere -dijo Leonard Mead con una sonrisa.

-¡No hable si no le preguntan!

Leonard Mead esperó en la noche fría.

-¿Sólo caminando, señor Mead?

-Sí.

-Pero no ha dicho para qué.

-Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.

-¿Ha hecho esto a menudo?

-Todas las noches durante años.

El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.

-Bueno, señor Mead -dijo el coche.

-¿Eso es todo? -preguntó Mead cortésmente.

-Sí -dijo la voz-. Acérquese. -Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par-. Entre.

-Un minuto. ¡No he hecho nada!

-Entre.

-¡Protesto!

-Señor Mead...

Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.

-Entre.

Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.

-Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... -dijo la voz de hierro-. Pero...

-¿Hacia dónde me llevan?

El coche titubeó, dejó oir un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.

-Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.

Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.

Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.

-Mi casa -dijo Leonard Mead.

Nadie le respondió.

El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.


F I N

Mi reino mi alfombra




















Aquí estoy, estos días que trabajo poco, que preparo mi examen y se acerca el invierno. Tengo el atlas de anatomía, los apuntes, una libreta para dibujar músculos y articulaciones, mi cojín y un brasero eléctrico.

No hace mucho frío por aquí, y tengo un escritorio monísimo de color caoba. Pero ¿quien quiere una mesa teniendo el suelo? Y ¿quien quiere cuando empieza el frío el suelo teniendo una alfombra de lana, peluda y cálida? Mi alfombra es grande y mullida, blanca como otros muebles de la habitación, y como no se puede caer más abajo que tendido en ella, en ella estudio, escucho música bajita y de vez en cuando miro por la ventana. Miro el trozo de cielo que asoma entre edificios y antenas. No es mucho cielo, pero basta, y se ve mejor desde el suelo.

Será que tengo más de gato de lo que recordaba. O de niño, porque de crío amaba leer y jugar en la gruesa y dura alfombra de casa de mis padres.

Quizás la alfombra es eso, la realidad más básica y necesaria , el suelo, del que sillas, sofás y camas son solo sustitutos.

Sea como sea, aquí estoy. Si te animas estás invitado a un té. ¿Donde? En mi casa. Y en la alfombra, claro.

domingo, noviembre 11, 2007

Intolerantes anónimos



Gracias a Carlos de Apodérate por enseñarme el vídeo. Siempre he pensado que la intolerancia y el miedo son problemas que curar. Y que las personas que los padecen tambien merecen superar esta limitación, y disfrutar de la paz de ser libre.

sábado, noviembre 10, 2007

El arrullo de las estrellas, de Manuel Hernandez





















Reflejos en el agua estaba cansada y dolorida. El frío, cada vez mayor, no hacía más que sumarse a la fatiga y el hambre para hacer más duro cada uno de sus movimientos. Pero hacía tiempo que Reflejos en el agua había decidido acallar todas esas sensaciones, no prestaba atención al dolor y el cansancio, ni siquiera a sus propios pensamientos. Sólo dejaba lugar en su mente para una única idea, un único objetivo: seguir adelante, hacia el Norte. Nada más. Un movimiento, luego otro, adelante, siempre adelante. Eso era lo que pretendía Reflejos en el agua, no prestar atención a las voces de su mente, a los recuerdos o la incertidumbre. Pero eso era algo muy difícil, y más en mitad de aquel silencio. Nunca antes en su vida había percibido un silencio como aquel. Ningún animal, ninguna voz en la lejanía. Nada. Sólo el viento. Y hasta el sonido de ese viento le resultaba vacío, pues no traía nada, estaba hueco. Ni el sonido de un ave, ni olor a lluvia, ni la calidez de costas lejanas. Sólo traía frío, nada más. Frío y un murmullo monótono que azotaba su mente con más fuerza incluso que con la que azotaba su piel.

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Antes de que el frío se apoderara de todo, antes de que llegara el Invierno, el agua nunca estaba silenciosa. Cuando no era la conversación de sus semejantes, o sus cantos en la lejanía, eran las voces y los sonidos de los animales: los delfines, las focas, las tortugas… incluso los cardúmenes de peces podían percibirse en la lejanía por su constante movimiento y cambios de rumbo. Y el cielo. El cielo nunca era el mismo, por el día el Sol y las nubes y las aves. Bailaban, formaban dibujos que nunca eran iguales. Y por la noche ¡cómo amaba las noches! No lo que ahora tomaba su lugar. Por las noches podía contemplar la Luna, siempre cambiante, nunca igual. Con su forma atrayendo las olas, dictando de memoria las mareas. Y siempre, incluso cuando no había Luna, Reflejos en el Agua podía contemplar las estrellas. Siempre las mismas, siempre distintas. Conocía los nombres de todos los archipiélagos de estrellas: La Ballena Mayor y Menor, La Gaviota del Sur, La Nebulosa del Cardumen… Conocía de memoria todos los pasos de su danza a través del cielo. Y aún así, era incapaz de cansarse contemplándolas. Cuando aún vivían los demás de su clan, Reflejos en el agua era la encargada de enseñar a los más jóvenes los nombres de las estrellas, a orientarse mirando el cielo. Durante horas cantaba los nombres de las estrellas y sus archipiélagos: El Arrullo de las Estrellas. Pero el Invierno había llegado y se lo había llevado todo.

Hacía tiempo que los ancianos observaban las señales del Gran Invierno: los glaciares crecían, las costas avanzaban, los inviernos eran más largos, las lluvias más cortas… Conocían las señales, sabían que el Gran Invierno se acercaba, pero no sospecharon que lo haría tan pronto. Pero lo hizo. El cielo se cubrió de nubes, pero no llovió. Las corrientes cambiaron. Las aguas se enfriaron. Los animales más pequeños empezaron a morir. Los ancianos dijeron que desde antes de que el Hombre muriera, o se marchara, pues los ancianos no lo sabían ni les importaba, nunca habían contemplado tantas desgracias. Pero las desgracias no se detuvieron allí, pues los suyos también comenzaron a morir. El alimento escaseaba, las aguas eran frías y las corrientes engañosas. Primero los ancianos, luego los pequeños. Poco a poco al principio, su pueblo fue menguando. Luego, lo hizo más deprisa. Los adultos también comenzaron a morir. Sin calor, sin sol, el plancton moría y el alimento escaseaba. Sin sus hijos ni sus padres, su tristeza aumentaba. Reflejos en el agua vio cómo su clan se extinguía poco a poco, lenta pero irremisiblemente. Todos los cantos que escuchaba en la lejanía traían las mismas noticias. Su pueblo moría. De todos los adultos de su clan, Reflejos en el agua era la más joven, y por algún triste motivo, fue la única en sobrevivir. La muerte la esperaba, eso era cierto, pues su fuerza no era mayor que la de los suyos, pero tardaría más en alcanzarla. Sola, triste, furiosa, desesperada, Reflejos en el agua viajó y viajó. Nadó buscando señales de los suyos, de otros clanes supervivientes. Entonó cantos de llamada y auxilio, una y otra vez. Murmuró y gritó notas sin sentido, más veces de las que podía recordar. Pero no recibió ninguna respuesta. El agua esta silenciosa, las voces apagadas, su pueblo, extinguido. La certeza, aún sin pruebas concluyentes, era aplastante para ella. Sabía que estaba sola, que era la última de su raza, y que, dentro de poco, cuando ella muriera lo haría todo su pueblo. Cuando el frío, el hambre y la pena acabaran con su vida, lo harían también con la última voz, con todas las canciones, con todo el legado de su raza. Tras ella no habría más historias, más nombres, más palabras en el Agua. El Invierno las habría matado, congelado y hundido para siempre. Puede que los peces, los crustáceos, o las cosas que se impulsan en las profundidades sobrevivieran al Invierno, pero la Palabra... Las palabras no sobrevivirían.

Asustada, desesperada, cansada de contar los días, Reflejos en el agua decidió poner fin a su vida antes de que lo hiciera el Invierno. El cómo, la manera, surgió de manera extraña e inesperada, como el cuerpo de uno de esos enormes calamares de las profundidades que emergen de repente a la superficie sin un aviso o una razón. Se quitaría la vida en las Orillas Hambrientas. Allí donde tantos de los suyos habían muerto sin desearlo, ella acabaría con su vida voluntariamente. Orillas Hambrientas era un lugar maldito para su raza, aunque recordado solemnemente. Hace mucho tiempo, ese lugar fue uno de los lugares de cortejo de su pueblo, allí acudían para desposarse y engendrar a sus chiquillos. Pero un día, los hombres aprendieron su costumbre y aguardaron allí año tras año para darles caza. Cuando emergían a las aguas superficiales, los hombres les arrojaban sus colmillos de metal y las aguas se teñían de rojo. Eran tiempos en los que su pueblo no dominaba aún la Palabra y tardaron en aprender a alertarse unos a otros del peligro de acudir a ese lugar. Aún así, la memoria de aquellas experiencias consiguió sobrevivir a esos tiempos oscuros y arcaicos, llegando hasta la generación de Reflejos en el agua. Por ello, su pueblo considera las Orillas Hambrientas un lugar digno de perdurar en la memoria, odiado y a la vez sagrado por ver morir a tantos de sus antepasados. Así, Reflejos en el agua decidió nadar hasta las Orillas Hambrientas y flotar sobre las aguas superficiales, no esperando recibir a su esposo como incontables generaciones atrás, sino esperando la muerte. Flotaría hasta alcanzar la orilla y allí, sobre la dura tierra, embarrancaría y se dejaría morir.

Sin dejar sitio en su mente a ninguna idea salvo esta y el movimiento de sus aletas, Reflejos en el agua emprendió su marcha. Y sin desearlo, el frío en su interior era mayor que el del Invierno.

* * *

La oscuridad envolvía a Zarpa Blanca. La oscuridad y el incesante azote del viento que la privaba de cualquier sonido u olor. Caminaba al azar, desorientada, sin un horizonte que seguir ni un rastro que husmear. De repente, entre la cortina blanca del viento y la nieve, una sombra. Se acercaba a ella de manera extraña, pues lo hacía sin dificultad, sin luchar contra el viento como hacía ella. El viento, por algún motivo, no quería detener sus pasos. Zarpa Blanca esperó a la silueta en tensión, asustada pero alerta. Si era una presa, sería bienvenida, si era un adversario, no tendría un combate fácil. Pero el rostro que emergió de la ventisca no era una cosa ni otra. Era él, Gruñido Ronco, su esposo. La estaba llamando, y ella, no encontrando ninguna razón en contra, se dirigió hacia él. Pero algo estaba mal en eso. Algo no encajaba, aunque no podía recordarlo. ¿Qué era?, ¿qué era lo que no tenía sentido…? Casi lo tenía cuando unos gruñidos acompañados de sollozos la alcanzaron desde la dirección opuesta. Eran los gruñidos de sus cachorros hambrientos. Entonces recordó qué estaba mal. Gruñido Ronco, su esposo, estaba muerto. Y en ese momento, se despertó.

Zarpa Blanca se incorporó lentamente, con dificultad. Se había quedado dormida, otra vez. Sus hijos mordisqueaban en vano sus pechos, buscando algo de leche con la que alimentarse. Pero eso era imposible. Hacía demasiado que no comía, y su cuerpo, apenas capaz de mantenerse en pie, no podía producir más leche para sus pequeños. Y eso estaba mal. Hacía días, semanas, que su esposo había muerto. Casi sin comer, dejando la mayor parte de las últimas presas para que ella se alimentara y amamantara a los pequeños, Gruñido Ronco había caído el primero. Llena de dolor, pero decidida a no dejar morir a sus hijos, Zarpa Blanca se alimentó del cuerpo de su esposo y así amamantó a sus pequeños unos días más. Pero no fueron suficientes. Llevaba semanas buscando una presa que cazar, pero le era imposible. El hielo era demasiado grueso para atravesarlo. No podría pescar ni cazar si no llegaba primero al agua, al océano. Allí podría atrapar alguna foca o quizá pescar algo. Sin embargo, el viento no dejaba ver más allá de unos pasos, ni tampoco le permitía encontrar ningún rastro que la llevara hasta la costa más cercana. Los hielos habían crecido rápidamente en los últimos meses, por lo que la geografía ya no era la que conocía y tampoco podía orientarse de ninguna manera. La única opción posible era avanzar en línea recta en una dirección cualquiera, con la esperanza de alcanzar la orilla del agua en algún momento. Eso claro, si no moría antes de hambre. Además, no podía avanzar muy deprisa pues no podía dejar atrás a sus cachorros. Si los dejaba solos para explorar, a parte de la posibilidad de que murieran de frío, era muy probable que no fuera capaz de encontrarlos de nuevo, no con ese viento que le impedía sentir cualquier olor o sonido.

El pueblo de Zarpa Blanca era joven y apenas conocía unas pocas palabras, y ninguna de ellas era capaz de expresar lo que ella sentía en ese momento. Así que lo que brotó de la garganta de Zarpa Blanca no fue ninguna palabra, sino un grito, grave y profundo, un desafío al viento, al frío y la nieve, a la soledad, al hambre y la muerte. Los pequeños se estremecieron y se aproximaron aún más al cuerpo blanco de su madre. Debía ahorrar fuerzas, ese fue el único pensamiento que hizo que Zarpa Blanca dejara de gritar. Las esperanzas eran muy pequeñas, pero Zarpa Blanca no podía hacer otra cosa más que agarrarse a ellas. Así que, apretó a sus pequeños contra su cuerpo y se dispuso a avanzar de nuevo en la misma dirección que mantenía desde hace días.

* * *

Antes de lo que imaginaba, Reflejos en el agua divisó las costas de Orillas Hambrientas. Pese a su profunda determinación de acabar con su vida, en cierto modo la llegada a su destino la alcanzó antes de lo que deseaba. Puede que, de una extraña manera, la decisión de morir por su propia voluntad, el poner fin a la incertidumbre y la duda con una decisión, aunque fuese tan funesta, otorgara cierta paz a la mente de Reflejos en el agua durante su viaje a las Orillas Hambrientas. Así, acabada la tarea del viaje, y obligada a dar el siguiente paso, Reflejos en el agua se sintió inquieta de nuevo. Pensaba, que tras las miserias y el sufrimiento de sus últimos días, el último paso sería más sencillo. Pero no fue así. A parte de la débil voz de su instinto de supervivencia, demasiado apagado ya como para oponer resistencia, había algo en su mente que dificultaba la toma del siguiente paso. Se trataba del recuerdo de su gente, de sus antepasados, la vergüenza por abandonar, ceder a la pena y renunciar a la vida. Su pueblo era una raza estoica, paciente, tenaz, que había sobrevivido a no pocas dificultades a lo largo de su historia. El suicidio no era una opción honorable o valiente para su raza, era la renuncia absoluta, la negación de todas las opciones. Pero Reflejos en el agua sabía, que en estos días no había más opciones, ni nadie de su raza para sentirse defraudado.

Lóbrega y decidida, Reflejos en el agua nadó hasta las aguas superficiales cercanas a las Orillas Hambrientas y contempló la costa a través del eco de su voz. Unos pocos metros más y la profundidad sería tan escasa que embarrancaría. Por última vez, se sumergió y lanzó una larga y profunda canción de llamada. Guardó silencio y esperó, más tiempo del razonable, más de lo que tardaría en responder cualquiera de sus semejantes, por muy lejos que se encontrara. Esperó con una terrible impaciencia, pues dejar pasar los segundos en espera de una respuesta era dejar espacio a la esperanza, la incertidumbre, la angustia. Emergió de nuevo y dejó de escuchar, poniendo fin a las dudas, la esperanza y el sufrimiento. Ya no había vuelta atrás. La decisión estaba tomada. Nadó enérgicamente en dirección a la orilla, usando las pocas fuerzas que había reservado durante el viaje, a ciegas, hasta que sintió el lecho de arena bajo su vientre. Con amarga determinación, Reflejos en el agua esperó a que la marea retrocediera, así su cuerpo quedaría fuera del agua, en mitad de la playa y ya no habría vuelta atrás.

Y esperó, pacientemente, abatida por el viaje y la tristeza, hasta que su piel quedó expuesta al azote del viento y el peso de su cuerpo, ya fuera del agua, descansó únicamente sobre su vientre. Ya estaba hecho, la decisión había sido tomada y ya no había posibilidad de arrepentirse. Esa idea, la imposibilidad de volver atrás la consoló ligeramente, al igual que la sensación de morir donde tantos de los suyos habían muerto años atrás.

Mientras esperaba que el frío y su propio peso acabaran con su vida, Reflejos en el agua se sintió apenada e impotente, con una gran sensación de pérdida. Pero no por ella misma, sino por su pueblo, por el legado de su raza. Con su muerte, se perderían todas sus historias, todos sus conocimientos, su lenguaje, los nombres que habían dado a las cosas… La Palabra desaparecería del mundo y este convertiría en un lugar silencioso, sin tiempo, sin historias… Las costas y las estaciones y las bestias perderían su nombre y sólo quedaría el Invierno, con su blanco silencio y las indolentes vidas de los pájaros, los peces y las bestias. En especial recordó las estrellas, las lecciones que daba a los pequeños sobre las materias del cielo y nostálgica, alzó la mirada. Pero arriba, sobre su cabeza no encontró más que el sudario de nubes y bruma con que el Invierno había reemplazado al cielo. Furiosa y triste, como si pudiera colgar del cielo ese fragmento de conocimiento y salvarlo de la muerte y el olvido, Reflejos en el agua comenzó a cantar con todas sus fuerzas. Se trataba del Arrullo de las Estrellas, la canción que cuenta la historia y los nombres de todas las cosas del cielo, tal y cómo las conocía su raza, tal y como ella la había cantado una y otra vez a los más jóvenes. El esfuerzo era enorme, cantar fuera del agua través del tenue aire, mientras sus costillas cargaban con el peso de su cuerpo. Pero no importaba, ¿qué mejor modo de morir que honrando el legado de su pueblo y recordando aquello que más amaba, las estrellas? Durante horas, Reflejos en el agua cantó y cantó, mientras el frío engullía su cuerpo. El mundo, la fatiga, el dolor, poco a poco todos fueron apagándose, hasta que sólo quedó su voz, y el recuerdo de las luces eternas del firmamento. Y después, cuando eso también se apagó en ella, el Invierno terminó de llevarse su vida, y con ella, todas las penas que le había traído.

* * *

Zarpa blanca se encontraba al límite de sus fuerzas. Sus cachorros apenas podían sostenerse y la cortina de viento y nieve seguía ocultando cualquier rastro de la costa, para ella la única posibilidad de supervivencia. Había perdido la cuenta de los días que llevaba caminando en línea recta a través de la ventisca, con la esperanza de alcanzar la costa antes de que ella o sus cachorros murieran de hambre. Detenerse y dormir era peligroso, corría el riesgo de no despertar, pero los pequeños llevaban demasiadas horas caminando y necesitaban descansar, ella misma necesitaba algo de descanso. Se detuvo, acurrucó a los cachorros junto a su pecho, los rodeó con su cuerpo y juntos se entregaron al sueño.

Zarpa blanca se despertó sobresaltada. Sus sueños volvían a ser oscuros y turbulentos, pero no se trataba de eso, era algo del exterior. Lo pequeños seguían durmiendo, no la habían despertado ellos, así que levantó la cabeza alertada. Al principio le costó separarlo del rugido del viento, pero allí estaba, otra cosa, un sonido nuevo. Zarpa blanca no pudo identificarlo, pero parecía el lamento de alguna bestia. Una presa, comida, cerca. Pero lo mejor de todo: provenía de una dirección. El viento no soplaba en la dirección adecuada para traerle su olor, pero podía seguirla por el sonido. Al fin una referencia, un rastro, un rumbo que seguir en mitad de la cellisca.

Zarpa blanca cargó con sus cachorros y se dirigió hacia la voz con toda la velocidad que le fue posible. Mientras seguía aquel sonido, empezó a apreciar en él cierta musicalidad, distintos tonos y pausas, como cuando ella arrullaba a sus cachorros. Con cada paso que daba, la canción, el lamento, se hacía cada vez más fuerte y claro, debía de estar bastante cerca. Por fin, Zarpa blanca apreció un cambio en el terreno, una ligera pendiente, y más tarde el olor del mar. La costa debía estar cerca. Y también un olor curioso, un animal, carne sin duda, parecido al olor de una foca pero distinto.

La ventisca amainó ligeramente y Zarpa blanca divisó un desnivel, el hielo acababa abruptamente unos pasos más adelante, la costa debía estar allí mismo. Aquel sonido, la canción, era ahora muy intensa, la presa debía estar muy cerca. Por precaución, desconociendo la naturaleza y estado de salud del animal, escarbó un pequeño hoyo y dejó allí a sus cachorros. Mientras ella no volviera, no se moverían de allí.

Lentamente, con cautela, Zarpa blanca alcanzó el desnivel y bajó por él hasta llegar a una playa al nivel del mar. La presa, la bestia que emitía aquella canción estaba allí. Enorme, majestuosa, moribunda. Zarpa blanca no había visto nunca una criatura como esa, al menos no tan cerca ni fuera del agua. Se trataba de un enorme pez, echado sobre la orilla, entonando sin cesar aquel lamento que era como una nana, como una canción. La criatura estaba al límite de sus fuerzas, moribunda y fuera de su medio natural. Era evidente que no podía huir ni prestar batalla. Cómo había ido a parar allí era un misterio, quizá el mar la había arrojado tan violentamente que no pudo regresar a las olas. No tenía importancia, la criatura la había traído hasta la costa, y su cuerpo la alimentaría durante días, eso era lo importante. Feliz, agradecida e impresionada por la enorme criatura, Zarpa blanca se quedó inmóvil, escuchando su triste y hermosa canción. Así se mantuvo hasta que el pez emitió una última nota y suavemente, murió.

El silencio sacó a Zarpa banca de su trance. Rápidamente fue en busca de sus cachorros y los colocó junto a uno de los costados de la criatura, donde quedaban al abrigo del viento. Contempló al enorme pez por unos instantes y tras pronunciar un silencioso agradecimiento, clavó las zarpas en su carne y empezó a comer. La carne y la sangre aún estaban calientes y fueron la primera comida y bebida de Zarpa blanca en muchos días. Comió hasta saciarse y cuando terminó se tumbó junto a sus hijos, esperando a que la leche llenara sus pechos. Cuando estuvo lista para amamantarlos los despertó y suavemente les guió hasta que comenzaron a mamar.

Lo había conseguido, sus cachorros vivirían y ella también. Conmovida, feliz, comenzó a arrullar a los pequeños y lo hizo con la misma canción que entonaba el gran pez, la misma que la había guiado a través de la ventisca y que había quedado grabada en su memoria. Así, Zarpa blanca enseñó a sus hijos la Nana del Gran Pez, y sin saberlo, con una lengua que no era la suya, les estaba enseñando los nombres de todas las estrellas.

El Invierno ocultó el cielo y cubrió la tierra y los océanos, pero la Palabra, aunque cambió de labios, no se extinguió.

Hua Hu Ching 6





























El Tao hace surgir todas las formas, pero él mismo no tiene forma.
Si intentas representar su imagen en tu mente, lo perderás.
Es como clavar una mariposa con un alfiler: se capta la forma, pero se pierde el vuelo.

¿Por qué no contentarse simplemente con vivirlo?

Strangers in the night




















Llevo un dia extraño. O quizás una noche extraña. Total, la noche empezó hoy a las seis de la tarde...

He estado incrustando durante dos horas formulación inorgánica y mates en dos gemelos espesísimos que quizás acaben aprobando.

He comprado "El libro de los abrazos" de Eduardo Galeano para un amigo que celebraba su cumple. Espero que el siguiente ejemplar que compre de este libro sea para mí.

Despues, unas horas estupendas con una amiga relativamente reciente, de esas raras personas que te dejan con ganas de más.

Luego el cumpleaños de mi amigo. Un tipo complejo, casi contradictorio, abogado eficaz y proactivo y sin embargo antiguo autor de hermosas poesias.

Y en el cumpleaños de este, unos viejos colegas, y una ex del pasado pasado y su pareja, antes uno de mis mejores amigos. Era un encuentro que llevaba como dos o tres años demorándose. Dolores, traiciones y amarguras que se han mostrado con los años más inodoras e insípidas que el agua embotellada. Me he acercado a saludar y apenas he sentido satisfacción al ver sus rostros forzadamente impasibles.

Y luego en bici a trabajar, a chequear las incidencias pendientes, poner las copias de seguridad en marcha y café y un rato de charla con el guardia de seguridad, que es un viejo amigo.

Y más tarde anatomia con el atlas Netter que me prestó mi amiga de antes.

Intento hacer una imagen de conjunto y me resulta imposible. Me quedaria con el triste alivio de ver que el tiempo y la distancia han vuelto irrelevante lo que tanto dolió. Con la risa de mi amiga cuando saltando juntos logramos que se bamboleara un puente colgante. Y con una fuente luminosa que rodeé con la bicicleta, camino del trabajo, hasta que brilló en color azul.

Pero por encima de todo con la sensación de libertad al correr en la bicicleta tan despacio y sin embargo tan veloz, bajo las luces nocturnas de mi ciudad. Con esa sensación de libertad, porque sin ella, nada tiene validez.


jueves, noviembre 08, 2007

The dull flame of desire





















El otro dia me llamó una amiga. Necesitaba urgentemente usar un ordenador. Como me marchaba a dar un taller de masaje a casa de unos amigos, la dejé en mi casa, para que usara el pc y cualquier cosa que necesitara. No hay acción sin recompensa, y al volver a casa encontré junto al teclado una manzana y el título de una canción.

Era "the dull flame of desire", del último disco de Björk, que habia escuchado solo de pasada. Ahora le he prestado atención y estoy fascinado por ella.





Amo tus ojos, mi amor
su esplendido fuego chispeante
cuando de repente los levantas
para lanzar una rapida mirada que envuelve

como relampagos destallantes en el cielo
pero hay un encanto que es mayor todavía:
cuando los ojos de mi amor se cierran
cuando todo es encendido por besos de pasion

y a traves de las pestañas inclinadas
veo la oscurecida llama del deseo.



Llevo ahora unos dias en que he resuelto el orden de prioridades. La primera soy yo, y he roto a dormir siete o más horas, hacer siestas si se precisa y comer ligero y sano.

A la gente le parezco otra persona. Sonrio, canturreo o silbo por los pasillos, masajeo a quien veo tenso y encuentro el mundo como un lugar más fácil y favorable. Espero que cuando las cosas se pongan dificiles conserve la compostura. Mientras, siento que junto con mis alegrias, mi cuerpo y mi corazón tambien se descogelan.

Reverdezco en este cálido otoño, que no es poco.

lunes, noviembre 05, 2007

Los hijos, de Eduardo Galeano























Hace once años, en Montevideo, yo estaba esperando a Florencia en la puerta de la casa. Ella era muy chica; caminaba como un osito. Yo la veía poco. Me quedaba en el diario hasta cualquier hora y por las mañanas trabajaba en la Universidad. Poco sabía de ella. La besaba dormida, a veces le llevaba chocolatines o juguetes.

La madre no estaba aquella tarde, y yo esperaba en la puerta de la casa el ómnibus que traía a Florencia de la jardinería.

Llegó muy triste. No hablaba. En el ascensor hacía pucheros. Después dejó que la leche se enfriara en el tazón. Miraba el piso.

La senté en mis rodillas y le pedí que me contara. Ella negó con la cabeza. La acaricié, la besé en la frente. Se le escapó alguna lágrima. Con el pañuelo le sequé la cara y la soné. Entonces volví a pedirle:

- Andá, decime.

Me contó que su mejor amiga le había dicho que no la quería.

Lloramos juntos, no sé cuánto tiempo, abrazados los dos, ahí en la silla.
Yo sentía las lastimaduras que Florencia iba a sufrir a lo largo de los años y hubiera querido que Dios existiera y no fuera sordo, para poder rogarle que me diera todo el dolor que le tenía reservado.



Fin

domingo, noviembre 04, 2007

¿Que esperas encontrar?























¿Que esperas? Porque has de saber que aunque tu tiras tus dados y los acabas marcando de tanto usarlos, nunca conoces que cartas te van a repartir.

Porque el destino, sobre todo si deseas aventuras, te las va a dar, aunque no como esperabas- nunca como esperabas- y es porque el universo es mucho más amplio y variado de lo que nuestra vista del mismo te puede ofrecer.

A mí me ocurre casi todos los días. En este juego diario que es la vida empiezo a intuir las reglas, que son cosa tan sencilla que casi no la puedes aceptar. Lo que imaginas se forma, las deudas se pagan, y al final todo acabará. Aquello por lo que apuestes pasará, pero el hilo no lo compones tu solo y para tejer toda la historia se debe recurrir a otras hebras, con otras vidas, deseos y problemas y eso le da muchos más colores a la urdimbre.

Y al final, solo podemos esperar que la tela sea lo más rica posible, aunque el hilo parece sacar sus mejores cualidades tanto de lo que consideramos afortunado como de lo desgraciado. Podemos imaginar que el tejido es malo, pero como simples hebras, ¿no confundiremos lo que deseamos con lo mejor?

Y mientras, la lanzadera vuela sobre las vueltas de los hilos y pasada a pasada se van uniendo, enriqueciendo, más complejos, aunque ni más ni menos fijos que al principio. Pero nuestra perspectiva es la del hilo que está cosido entre los otros, que no suele ver más allá de un solo paso a la derecha o la la izquierda. Y no conformándonos con ello nos ponemos a esperar, a soñar, y a temer...

Si pudiéramos desde fuera ver todo el cuadro, ¿que pensaríamos? ¿Nos merecería la pena todo el sufrimiento, los triunfos temporales y el inevitable final?

No lo se. Aunque lo siento así, solo soy una hebra de este tapiz. Pregúntaselo al tejedor.

sábado, noviembre 03, 2007

Un rincon en la eternidad























A veces me sorprende descubrir que los edificios de mi ciudad no son tan altos, una docena larga de plantas en las grandes arterias, pero solo tres o cuatro en las calles secundarias.

Aunque basten desde la calle para amordazar al cielo, si yo estuviera en un punto más alto, no tendrían importancia alguna. Los vería como son, unas pocas cajas de cemento y ladrillo, llenas de historias pero diminutas, pequeñísimas bajo el cielo, perdidas en el paisaje.

Pienso entonces que la ciudad no es más real que otras cosas que han venido y pasado. Que no es claramente el único mundo posible, de tan frágil que la veo. Que puedo dejarla o tomarla. Y que siempre va a necesitar mi ayuda, mi cobijo, para ser mi ciudad, o el escenario presente de mi existencia.

Otras veces puede dominarte el miedo, la fatiga o faltarte la esperanza. Entonces la calles son enormes, la marea humana que arrastra semáforos y atascos es informe e infinita, y todo parece tan grande. Sí. Pero aún entonces son unos cuantos miles de edificios, la mayoría bajos, alineados y amontonados junto a un rió, en un valle rodeado de montes y pinares, no demasiado lejos del mar, bajo el sol.

Solo eso. Y en la inmensidad del tiempo esta vida no es más que un instante, una gota de agua en la lluvia torrencial que es toda vida, que es el universo.

Pero no importa. Por que es mi gota, mi instante, mi vida. Incluso por estos momentos, mi ciudad.


viernes, noviembre 02, 2007

El hombre que aprendió a ladrar, de Mario Benedetti

























Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se auto flagelaba con humor: "La verdad es que ladro por no llorar". Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.

¿Cómo amar entonces sin comunicarse?

Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.

Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: "Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinas de mi forma de ladrar?". La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: "Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano”.

jueves, noviembre 01, 2007

El ciego y la lámpara
























Un ciego se despidió de su amigo, y éste le dio una lámpara.
“Yo no necesito la lámpara, pues para mí, claridad u oscuridad no tienen diferencia” -dijo el ciego.
“Lo entiendo, pero si no la llevas, tal vez otras personas tropiecen con usted” -dijo su amigo.
-"Está bien"

Y caminó en la oscuridad hasta que tropezó con otra persona....

-“¡Huy!”-dijo el ciego.

-“¡Hay!” -dijo el otro.

-“¿No vio la lámpara?” -dijo enojado el ciego.

-“¡Amigo! Su lámpara estaba apagada”